martes, 21 de febrero de 2012

La escritura de la ciencia II

Las notas anteriores ponen en evidencia que gran parte del desenvolvimiento que adelanta el investigador científico en su labor profesional consiste en desarrollar acciones de lenguaje.
Dentro de su proyección investigativa, el uso que hace del lenguaje consiste en la confrontación y verificación de teorías (lectura y análisis de textos escritos), en la elaboración de inferencias (nuevos juicios) y en la escritura de esas inferencias. Estas múltiples actividades ponen de presente que  para el conocimiento, el lenguaje se constituye en esa herramienta del cual no se puede prescindir, pero que de todas maneras se circunscribe a las esferas técnicas. Y es precisamente en este aspecto que juega papel fundamental el lenguaje, pues para alcanzar ese uso técnico se requiere de una apropiación suficiente tanto de las normatividades como de sus elementos básicos constitutivos. Ya está establecido que la forma más elevada de la actividad intelectual del hombre es el pensamiento discursivo que le sirve -mediante la utilización de los códigos del lenguaje- para “rebasar los marcos de la percepción sensorial directa del mundo exterior, reflejar nexos y relaciones complejas, formar conceptos, elaborar conclusiones y resolver problemas teóricos complicados”.[1]
De otra parte, esa alta capacidad inferencial del científico que le permite elaborar hipótesis, no es otra cosa que la cualificación en alto grado de una habilidad de pensamiento que gracias al lenguaje logra establecer categorías y distinciones y descubrir en los fenómenos inaccesibles a la percepción sensorial directa, las leyes imperceptibles que los rigen. Para ello, se hace indispensable una apropiación racional de las estructuras lingüísticas que se utilizan en  el proceso de pensamiento, lo que permitirá una más eficiente enunciación de juicios y sistemas lógicos requeridos en la instancia operativa propia de la deducción. En su Analítica de los conceptos, Kant explica cómo al ejercitar la  facultad de conocer frente a la realidad, aparte del conocimiento que pueda proporcionar la intuición, el hombre elabora conceptos cuyo uso no es otro que el de juzgar esa realidad, y es por esto que los conceptos se denominan juicios. Así, “el juicio es, pues, el conocimiento mediato de un objeto”[2]. Y en su configuración estructural un juicio se constituye como una unidad lingüística compuesta por un sujeto y un predicado que contiene el elemento conceptual
Ahora bien, al ampliar un poco más el espectro de los factores que intervienen en la labor del científico, es posible que se identifiquen otros elementos de influencia determinante en el resultado final. Podríamos comenzar por preguntarnos, por ejemplo, ¿qué características posee, por lo general, ese sujeto investigador? Y sin mayores dificultades llegaríamos a la conclusión que un científico es, por antonomasia, un individuo imaginativo y disciplinado, con una alta capacidad de inferencia, que trabaja con hipótesis alternativas para afrontar los problemas de su campo de estudio; que, además, es un ser autocrítico y se pasa todo el tiempo comprobando sus ideas pues se considera alguien que está permanentemente sujeto al error; y como tal, desconfía de la autoridad, pues considera que las autoridades deben demostrar sus opiniones como todos los demás. 
A lo anterior podemos agregarle que es un ser espiritual en alto grado, teniendo en cuenta que la ciencia es una fuente permanente de espiritualidad pues genera igual emoción que la que se origina ante la presencia del gran arte, de la música o de la literatura; es por esto que “la idea de que la ciencia y la espiritualidad se excluyen mutuamente de algún modo presta flaco servicio a ambas”[3]. Estos rasgos generales ofrecen ya de por sí una amplía gama de caracterizaciones que proporcionan otros elementos de análisis frente a la visión de mundo que allí se plasma.
Es ya casi proverbial la referencia  a la disciplina de trabajo como condición previa para la labor científica e igual camino transita la necesidad de hacer gala de recursos imaginativos. Recuerda Carlos Sabino, citando a S. Wright Mills, que “la práctica nos enseña que investigar es una tarea casi artesanal en la que es preciso unir el pensamiento riguroso a la imaginación, la disciplina de trabajo a la inspiración en dosis variables según las circunstancias”[4]. Por tanto, sin pretender minimizar la importancia debida a estos aspectos, dedicaremos mayor interés a los demás aquí señalados.
De la caracterización planteada en las líneas anteriores, se desprende que, dentro de sus actividades, corresponde al científico cuestionarse sobre los problemas no resueltos de su tiempo para afrontarlos y darse al trabajo de solucionarlos, ser autocrítico y expresar las conclusiones de su trabajo en forma clara y concisa. Es, entonces, necesario un proceso de pensamiento consistente en el que aparte de saber escoger el objeto de investigación, se esté preparado para leer e interpretar el conocimiento ya decantado, interpretar y evaluar los resultados obtenidos y a continuación poder integrarlos coherentemente al cuerpo o torrente de conocimientos que existen sobre la materia. Esta necesidad obliga al investigador científico, ante todo,  a convertirse en un buen lector; y de esa manera abordar los textos ya elaborados –todo aquello susceptible de ser leído- para su apropiación conceptual.


[1] .- Luria, A. R.   Lenguaje y pensamiento. Barcelona: Fontanela, 1980, p.25.
[2] .- Kant, Inmanuel. Crítica de la razón pura. Tomo II. Bogotá: Ediciones, p. 215
[3] .- Sagan, Carl. El mundo y sus demonios. Santa Fe de Bogotá: Planeta, 1998, p. 48.
[4] .- Sabino, Carlos. El proceso de investigación. Medellín: Edit. Cometa de Papel, 1996, p.44.