Escritor invitado
Todos recordamos aquel acalorado debate del
entonces Senador Gustavo Petro en el que acusó de parapolítico al también
Senador de la República Álvaro Araujo, doliéndose al mismo tiempo de que antes
del surgimiento del paramilitarismo su colega y paisano era un muchacho bueno
de Valledupar a quien apenas le gustaba la parranda y el vallenato, un caribe convencional,
“hasta cuando llegaron los cachacos y le enseñaron
a matar”. Tan audaz declaración, cuya contundencia
no tuvo necesariamente que causar perplejidad entre los miembros del Congreso,
ya insensibilizado ante la avalancha de tantas cosas horripilantes que genera
la corrupción del país, merece un breve
análisis desde la perspectiva de la antropología para comprender la verdadera
intención significativa de la expresión del hoy Alcalde de Bogotá.
El Caribe colombiano
se configura como una región. El concepto de
‘región’ es producto de lo cultural, lo geográfico y lo
histórico. La cultura se asume de entrada como una respuesta de los hombres al
medio al cual se deben. Las reacciones
psíquicas y prácticas de los habitantes del Caribe colombiano frente al
paisaje, son equivalentes a las de todos los habitantes del área del Caribe.
Psíquicamente, un cartagenero se aproxima a un boricua, de la misma
manera como un cachaco de Bogotá se podría parecer a un cachaco francés. El
hecho de que en el exterior confundan a un loriquero con un cubano se explica a
la luz de esta identidad sociocultural. “Soy de Cartagena y de Barranquilla, y siento que la capital de
Colombia no es Bogotá sino Caracas”, dijo García Márquez. Con lo cual quiso
poner en alto relieve su condición de hombre caribe. Caracas, de hecho, es una
capital caribe.
Somos, los oriundos
del Caribe, el producto histórico del apareamiento entre blancos españoles,
negros africanos e indígenas, como también del entorno deslumbrante a fuerza de
su desmesura geográfica. La concepción
mágica de los africanos, la creencia en lo sobrenatural de los castellanos y los rituales del más allá de los aborígenes, todo
un entrecruzamiento cultural singular que sirvió de sustrato para construir una visión del
mundo diferente a la del viejo continente. Esta realidad histórica subvierte
los patrones convencionales de la racionalidad occidental. Latinoamérica habría
sido un mundo menos caótico si hubiera sido
dividida políticamente en dos partes longitudinales: una caribe y otra andina.
Así, un pastuso se sentiría más incluido si la capital de su país fuera, por
ejemplo, La Paz, y no Santa Marta; y un cartagenero, estaría más integrado a su
nacionalidad si sus dirigentes capitalinos no fueran bogotanos sino
barranquilleros. Esto podría hacernos entender por qué un candidato del Caribe
colombiano, después de Rafael Núñez, no
ha podido llegar a la presidencia de Colombia, cuya capital, donde se manejan
los hilos del poder, dista mucho de su esencia.
La cultura está
constituida esencialmente por un cúmulo de creencias y valoraciones respecto a la vida. Estimaciones que los miembros
de una sociedad han construido a lo largo del tiempo de acuerdo con sus
experiencias vitales y a través de las cuales ven y sienten la vida. Una de las
creencias dominantes entre los habitantes del Caribe colombiano es que la
muerte constituye el final. “El que se murió se jodió”, dijo alguna vez Álvaro
Cepeda Samudio. “El vivo al baile y el muerto al hoyo”, se les oye decir a los
miembros de esta cultura, donde reina el concepto de que la vida es un fandango
que da muchas vueltas y el que no la goza es un pendejo. Es decir, se trata de
una visión del mundo en la que la muerte no es ni mucho menos un acontecimiento
digno de ser honrado. Todo lo contrario: a la muerte se le profana. La vida, en
sus diferentes expresiones, es lo que le interesa a los habitantes del Caribe
colombiano.
No en vano las
estadísticas de los violentólogos dicen que el único comandante guerrillero
caribe a lo largo de la triste historia de la violencia colombiana ha sido uno solo, Jaime Bateman, y se dejó matar
mientras hacía contactos en busca de la paz. Con razón
se oye en los chistes populares que “todos los policías son
cachacos”. De ahí que no es difícil imaginar a
los hijos de los pobres, forzados a pagar el servicio militar, con un fusil a
cuestas y obedeciendo las órdenes castrenses de un coronel de entonación paramuna.
Se trata, la nuestra,
de una cultura que venera la vida, en la que el lenguaje es ya una fiesta; una
cultura en la que los hablantes utilizan las
palabras más para divertirse que para comunicar. Un tipo de lenguaje que
carnavaliza las relaciones sociales y desentroniza la solemnidad, propiciando
el acercamiento y la familiaridad. La familiaridad se traduce en los términos
de la aproximación entre los seres humanos. Lo ampuloso, lo distante y lo
solemne se derrumban en la risa carnavalesca. Lo formal no tiene cabida. Se
trata, el nuestro, de un tipo de lenguaje que desenmascara.
La visión del mundo de los habitantes del
Caribe, denominada por la investigadora Irlemar Chiampi como ‘realismo
maravilloso’, tiene
una motivación original. Resulta de un modo particular de ver la realidad,
ocasionado por la incubación de una cultura híbrida. Las cosas más
sobrenaturales se cuentan con una seriedad extraordinaria. En este sentido, lo
real maravilloso se conecta con el humor porque este constituye una nueva forma
de ver la realidad. La esencia del humor se fundamenta en esa posibilidad de
crear una visión inusitada de la realidad.
El humor es una de
las armas más portentosas contra la violencia. Gracias al humor el veterano
coronel de la novela de García Márquez sobrevive en medio de la precariedad
económica y la violencia política. En virtud del humor, la región norte de
Colombia, La Costa, como se decía antes, fue
la parte de nuestro país menos afectada en los tiempos de la violencia generada
por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en plena avenida séptima de Bogotá
mientras el resto de los colombianos hacían la siesta.
El humor es una
condición inherente al ser humano, pero existen sociedades más humorísticas que
otras en obediencia a la visión cultural. Las sociedades ligadas al humor
vinculan en su diario vivir, en las relaciones sociales, la imaginación. El
humor en sí puede verse como un estímulo de la imaginación a través del
lenguaje. De ahí que las sociedades racionalistas no entienden nuestras
metáforas, nuestras ironías. Porque la lógica del humor no se encuentra en la
razón sino en la imaginación. El humor transfigura la visión de la realidad. La
vuelve amable, significativa. Desvanece el conflicto. Flexibiliza.
La violencia, en
cambio, constituye un estado de las relaciones sociales que no tiene más allá.
Es el tope hasta donde llega la sequedad del lenguaje, sin la alegría de las
metáforas ni la lúdica de las analogías. Surge cuando ya en el acto comunicativo
no hay opción: es el fin de la racionalidad. En el humor, al contrario, se
redefinen las categorías mentales de la sociedad y las palabras adquieren
reasignaciones semánticas gracias a la prosodia. El humor convierte la
calamidad en fuente de alegría a través de la ingeniosidad verbal. Los
hablantes caribe son ingeniosos, festivos. Detestan el dolor, la muerte.
Las palabras de
Petro, como acusación, quedaron atrás. Pero dejaron latente un lamento que nos
toca como gente caribe. En virtud de nuestra cultura e imbuidos de ella,
llevamos en nuestra sangre ser amantes de la vida. Es una realidad cultural
inconmensurable como las simas insondables del mar Caribe. Y nos debemos a ella.
Por eso en esta realidad no puede haber cabida para empresas criminales y
conciliábulos de muerte. Nuestra tierra, ¡tierra, mar y aire! tiene que ser
siempre un canto a la vida ▲