Democracia
De: Leandro Cerro
La mujer, de piel
curtida e intangible deseo, extendió la mano hacia las alturas, hinchó los
labios y sopló con fuerza. La diminuta pluma se desprendió de sus dedos, las
barbillas alebrestadas, y aleteó al vaivén de la corriente de aire que la
impulsaba una y otra vez, más y más cerca del cielo, abrigada de infinito manto
azul marino.
Compañera y luz de
los desvalidos, ella misma frágil y necesitada de amparo, a contra natura trocó
su camino. El pecho se hizo fuerte con el tinte de la miseria y las fatigas del
hambre. Y todo, porque –decía- lo que Dios proclamó, jamás el hombre podrá
cambiar impunemente.
La bala asesina viajó
temeraria por el aire en busca del
aliento líder y de esa vana pretensión de causa social impía; encontró y
cortó de un tajo, certera cual águila cazadora, cuerpo y alma de un pueblo
sediento de justicia terrena, para borrar de una vez y para siempre; ayer, dos
veces hoy; cinco más, treinta; y otros mil y tantos, sin angustias por la brega
del trabajo.
Postrera lágrima surcó la piel bizarra y horadó la tierra reseca de paz y redención. Vástago de yuca y tez de piel mestiza, hincó la rodilla en el barro y al rodar el cuerpo por la tierra bronca, la muerte, indignada, bañó con sangre de odio la tierra de Caín.
Vencida ya la sutil fuerza que la mantenía en el aire, la alada pluma se batió en espiral para ir a posarse, de barbillas carmesí, sobre el tapete grana que ofreció la tierra para honrar la muerte.