lunes, 21 de marzo de 2011

Bajo el síndrome de Casandra


Desde siempre el hombre ha mantenido una relación contradictoria con el saber y con quienes en uso de ese saber los intelectuales pretenden corregir el rumbo del grupo social. El viejo mito griego de Casandra refleja a plenitud esa dinámica contradictoria.
En el devenir social existe un dilema: O se acoge el saber de los mejores exponentes de la colectividad los sabios, en la antigüedad generalmente los ancianos de la tribu o se somete a los grupos de poder. O se transgreden los intereses particulares en aras de salvaguardar el interés colectivo, o se imponen los grupos de poder, sacrificando el saber de los mejores hombres y el bienestar de la colectividad.
Casandra, hija del rey de Troya, Príamo, y de su esposa, la reina Hécuba, exacerba con su extraordinaria belleza el amor de Apolo. El dios corteja la hermosa mortal y para congraciarse con ella le concede el don de la profecía. Sin embargo, la princesa troyana se niega a corresponder el amor del dios, por lo que Apolo, imposibilitado por las leyes eternas del destino para quitarle lo que ya ha entregado, vuelve inútil el don haciendo que nadie crea en sus predicciones. Durante los intensos años de la guerra, Casandra hace uso de su saber y advierte a los troyanos de muchos peligros desde la llegada de Paris a la familia real hasta el caballo de madera con el que los griegos entraron en la ciudad, pero siempre es desestimada y considerada como una loca. Acosada por su propia gente, finalmente la profetisa encuentra refugio en el templo de Atenea. Durante el saqueo a la ciudad, Áyax, hijo de Oileo, violenta el santuario del templo,  ultraja a la profetisa y la lleva arrastrada, tomada de los cabellos, desde el altar de la diosa hasta el campamento aqueo. La diosa acudiría después al dios del mar, Poseidón, para vengar este sacrilegio y Áyax termina siendo absorbido por el mar, después del naufragio de la mayor parte de las naves griegas. Al repartirse el botín de guerra, Casandra es entregada al rey Agamenón como esclava y amante, quien la lleva consigo a Micenas. Pero tampoco en tierras griegas sus anuncios son atendidos. «Digo que vas a ver la muerte de Agamenón» dice la propia Casandra en palabras de Sófocles, pero ella misma es consciente de la incredulidad que genera su predicción: «Y si no me creéis, me es igual. ¿Qué importa? Lo que ha de ser, llegará.» También ve su propia muerte, pero tiene consciencia plena de su destino. «Y ahora el profeta que me hizo profetisa me ha conducido a este destino de muerte: en vez del altar patrio me espera un tajo, ensangrentado con la sangre caliente de mi degüello.» Y, en efecto, al entrar al palacio de Micenas, tanto ella como Agamenón son asesinados por la esposa de éste, Clitemnestra, y su amante Egisto. 
La escritora alemana Christa Wolf publicó hace 20 años una reconstrucción novelesca del mito de Casandra en la que rescata lo que bien podría llamarse el intelectual bajo la dimensión del mito’. La trama novelesca prioriza el papel del personaje central como sacerdotisa y profeta, lo que le proporciona un saber significativo que le permite desenvolverse como intelectual al interior de la sociedad troyana, advirtiendo sobre la inminencia de la caída de la ciudad ante los embates del ejército griego.
Tal como en principio lo cuentan los escritores del ciclo troyano, Casandra no fue escuchada y su lucha contra la guerra fue inútil. Troya cayó y fue destruida por la ceguera y la obstinación de sus dirigentes políticos y militares que se negaron a escuchar a quien en su momento ostentaba el saber. Así pues, el mito de Casandra ha quedado como símbolo de la lucha vana del saber intelectual frente a los imperativos sociales y políticos que lo marginan y lo ignoran.
La razón y vigencia del mito está en el hecho de que este comportamiento social no es gratuito puesto que no pertenece a las contingencias propias del azar. Lo sucedido a Casandra es coherente con la respuesta que da una sociedad guerrera que descree del saber de quien lucha contra la guerra. Un saber que no es aceptado al interior de la sociedad porque está en contra  de los intereses de quienes ostentan el poder.
Además, las mismas condiciones que se presentan al interior de la guerra dan argumentos a quienes defienden ese estado de cosas. Para que una guerra se mantenga en el tiempo debe haber equilibrio de fuerzas y triunfos parciales de lado y lado, pues son esos triunfos fugaces lo que le permite a los actores alimentar su continuidad con la ilusión de la victoria final. Luego de diez años de asalto infructuoso por parte de los griegos ante las inexpugnables murallas, los jefes guerreros troyanos tenían que sentirse vencedores a pesar de las pérdidas sufridas; mucho más cuando las bajas enemigas eran más significativas que las propias, al punto de haber dejado en el campo de batalla al guerrero superior a todos, al Pelida Aquiles, hijo de la diosa Tetis. Era indudable que el ejército griego ya estaba ad portas de la retirada y los troyanos se sentían triunfadores. ¿Podría alguien sensato aceptar en esas condiciones que la ciudad estaba en peligro de ser tomada?
A pesar de eso, el saber de Casandra saber humano con rasgos de origen divino; con la impronta del visionario divino, y las flaquezas humanas que le proporcionan la dificultad de probarlo ante una realidad apabullante, se orienta hacia el interés de la colectividad y en contra de la guerra. Pero los jefes troyanos imponen el dominio de la guerra y del espíritu guerrero lo mismo que en su momento sucederá más adelante con Agamenón. Y Casandra, en vez de ser escuchada, es ignorada; en vez de ser atendida es vituperada y agredida.
Es el comportamiento propio de una sociedad guerrera. Las analogías con otros contextos en los que predomina el espíritu guerrero saltan a la vista. En el caso colombiano existen suficientes elementos de juicio para considerar la vigencia de una sociedad guerrera y no la existencia de una sociedad violenta, como algunos aseguran. Es la historia contada en Cien años de soledad y no asimilada todavía. Quien no lo crea, que mire a su alrededor. Más de 12 ejércitos o agrupaciones armadas cada una con miles de militantes en sus filas marcan a diario a su antojo, con sus acciones y símbolos de guerra, el territorio nacional: Ejército Nacional, Armada y Fuerza Aérea; Policía Nacional; empresas de vigilancia privada y escoltas; delincuencia común y pandillas juveniles; paramilitares; Farc; Eln; y al menos dos o tres carteles de la droga. Todos, armados hasta los dientes, viven y medran de la guerra. E imponen a los demás la cultura de la guerra.
Esta imposición es evidente en todas las actividades del conglomerado social. Se accede al poder con programas de guerra y su contraparte retórica, la paz. ¿Acaso alguien recuerda algún gobernante que no haya esgrimido la bandera de la paz como estandarte de campaña? El gran porcentaje del presupuesto nacional se dispone año tras año para la guerra y los círculos exclusivos que se lucran de ese presupuesto son abanderados acérrimos del statu quo. Desde los grandes grupos de poder soplan vientos a favor de la guerra. La economía, la política y la estructura social del país están diseñadas desde siempre para épocas de guerra y por eso el país mantiene un cierto grado de estabilidad a pesar de los desajustes que ocasiona el conflicto. Prensa, radio y TV promocionan y venden la guerra. Y ante la carencia de imaginación algunos escritores se regodean con una literatura truculenta y barata pero de fácil mercado, producto de la guerra. No tienen ni influencia moral ni literaria; ni estilo, ni conciencia; no son más que bodrios, una amalgama de testimonio y panfleto que lo único que pretende eso sí, con éxito relativo es una forzosa notoriedad.
Y en esta sociedad guerrera el saber de quienes advierten sobre el creciente desastre que ocasiona la guerra es desoído. Es un saber inoficioso, porque los espíritus guerreros dominantes se burlan de sus pregoneros catalogándolos como enemigos de la sociedad y «aves de mal agüero». Por eso también aquí, como en el caso troyano, las acciones de guerra dominan el ambiente. Y la retórica triunfalista de políticos y militares exaltando sus ocasionales logros tiene la finalidad de servir de paliativo frente al dolor de una sociedad largamente sitiada, mientras se ignora y se oprime a las voces intelectuales que advierten sobre el desastre social.
«Parlotean como la Casandra de la mitología griega, que vaticinaba desastres», dicen los defensores del régimen guerrerista tratando de esquematizar el mito, en un uso por demás ramplón y pauperizante de la edificante historia griega.
Ya es una constante el hecho que la sociedad colombiana se engañe a sí misma. Falsea su realidad  todos los estamentos del Estado presentan informes maquillados y las autoridades legítimamente constituidas plantean a diario sofismas para mantener el engaño para sobrellevar la carga que le impone las mismas estructuras anómalas que se persiste en mantener. Y entonces, la mayoría opta por la venda en los ojos, que si bien impide ver la realidad en su plenitud, tiene el tenue y cálido placer que proporciona la penumbra y, sobre todo, la posibilidad de ofrecer una excusa que permita aliviar el peso de ese incómodo fardo que es una responsabilidad compartida.
De ahí que la crítica que cae como gota de limón en el ojo enfermizo es estigmatizada socialmente y cuando alguien la esgrime los demás la asumen como algo negativo. No es, pues, de extrañar que el intelectual corra el peligro permanente no sólo de ser ignorado sino, sobre todo, de ser perseguido y agredido. Su labor es en esencia la del crítico que tiene la facultad de visualizar la realidad en su proyección mediata y trascendente. Cuando la sociedad carece de esos faros que orientan el proceso común, deriva hacia situaciones caóticas que terminan resquebrajando las estructuras básicas de la misma colectividad. Por eso, cuando las señales son claras y categóricas y se desatienden, las consecuencias suelen ser desastrosas. ¡Ahí fue Troya!