lunes, 23 de mayo de 2011

Oídos cómplices...

No sé si ustedes amigos lectores han logrado cultivar la escucha como hábito de vida. Ofrece elementos muy valiosos para alcanzar a distinguir algunos matices que presenta la compleja personalidad humana que se torna cuerpo social y se difunde a través de la palabra. Uno de mis pasatiempos favoritos es oír hablar a los demás. Te permite conocer en detalle a las personas y el medio en el que te desenvuelves, aparte de ser tal vez la mejor manera de pasar desapercibido. Hoy en día, en un mundo saturado de ruidos en donde la información misma es una nueva forma de ruido, en el que nadie escucha a nadie pues todos se disputan la palabra, encontrar un oído anónimo y cómplice puede ser la oportunidad anhelada para una voz ávida de atención y reconocimiento.
¿Qué se oculta detrás de un rostro parsimonioso? ¿Se puede ser indiferente frente a los misterios de una vida mundana? ¿Qué tanto puede descubrir un espíritu inquisitivo luego del proceso de ocultamiento con que los seres humanos cubren las huellas de sus actos? No hay una vía más explícita que las propias palabras de los protagonistas. ¡Así que prepárense! Comienza el descubrimiento. La trama develada. Una anécdota intrascendente que adquiere importancia y consistencia por los nexos que se establecen a través de ella. La vida de cualquier ser humano es una secuencia de circunstancias que, convertidas en palabras, pueden llenar de emoción el oído de un escucha imprevisto. Si bien un primer impulso nos lleva a ocultar ante los demás las faltas cometidas o las posturas ridículas, surge luego la necesidad de descubrir los secretos propios o ajenos, por muy guardados que estén. La ocasión propicia para abrir el alma y descargar el peso que llevamos dentro.
¿Recuerdan al barbero del necio rey Midas? Apolo, dios de la música y portador de la lira, trenzó disputa con el dios Pan, quien esgrimía la flauta, para ver quién tocaba mejor. Siendo el rey Midas testigo ocasional de la competencia musical y contrario al veredicto de los otros jueces, falló a favor de Pan. Ofendido por la afrenta recibida y renuente a tener que volver a sufrir tan ‘desastroso par de oídos’, Apolo le hizo crecer las orejas como las de un burro. Avergonzado, y para ocultar su deformidad, el rey decidió cubrir su cabeza con un gorro frigio, que sólo se descubría ante su barbero, a quien obligó a guardar el secreto bajo amenaza de muerte. Cargado con el peso del secreto, el barbero decidió finalmente cavar un hueco a la orilla del río Pactolo y susurrar dentro del agujero: “¡El rey Midas tiene orejas de burro!”. Luego tapó el hueco y se alejó satisfecho. Con el transcurrir del tiempo allí crecieron los juncos y al pasar el viento, de entre los juncos salía una voz que repetía: “¡El rey Midas tiene orejas de burro!”. Y así se difundió la noticia.
El mito condensa dos facetas distintas del fenómeno y eso lo convierte en un buen referente tanto para la escucha como para la palabra indiscreta.
Para quien habla, su palabra es una necesidad a flor de piel, o mejor, a flor de boca. Su concreción proporcionará pertenencia,  reconocimiento y trascendencia. Sueños e ilusiones, frustraciones, temores, traiciones, desencantos y toda clase de vivencias se van desgajando en cadenas de palabras cargadas de la emoción que ofrece el acontecer revivido. Unas palabras derivan a otras y el hablador adquiere confianza; de a poco se van soltando las amarras de esa interioridad atenazada por las cadenas de lo prohibido o lo reprimido; se saltan los muros del pudor y de la represión social y los hechos brotan livianos, espontáneos, cargados de amor propio, de orgullo reprimido, arrogantes por la proeza de ostentar por fin ante alguien la hazaña alcanzada y todavía no expresada.
Una de las más subyugantes posibilidades del factor escucha se presenta cuando se renuncia a la réplica propia del diálogo para atender a la realización del otro –el orador- en su palabra. En la medida en que escucha a sus congéneres, el hombre percibe y aprende de ellos, intuitivamente, sobre esa contradictoria y compleja condición que aparece registrada parcialmente en trazos magistrales de las principales obras de la literatura universal. Dentro del imaginario literario es tal vez Momo, el personaje de la reconocida obra de Michael Ende, quien mejor recrea esta dimensión social de la escucha.
 “Lo que la pequeña Momo sabía hacer como nadie era escuchar. Eso no es nada especial, dirá, quizás, algún lector; cualquiera sabe escuchar.
Pues eso es un error. Muy pocas personas saben escuchar de verdad. Y la manera en que sabía escuchar Momo era única.
Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. No porque dijera o preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente estaba allí y escuchaba con toda su atención y toda simpatía. Mientras tanto miraba al otro con sus grandes ojos negros y el otro en cuestión notaba de inmediato cómo se le ocurrían pensamientos que nunca hubiera creído que estaban en él.
Sabía escuchar de tal manera que la gente perpleja o indecisa sabía muy bien, de repente, qué era lo que quería. O los tímidos se sentían de súbito muy libres y valerosos. O los desgraciados y agobiados se volvían confiados y alegres. Y si alguien creía que su vida estaba totalmente perdida y que era insignificante y que él mismo no era más que uno entre millones, y  que no importaba nada y que se podía sustituir con la misma  facilidad que una maceta rota, iba y le contaba todo eso a la pequeña Momo, y le resultaba claro, de modo misterioso mientras hablaba, que tal como era sólo había uno entre todos los hombres y que, por eso, era importante a su manera, para el mundo.
¡Así  sabía escuchar Momo!” (Ende, Michael. Momo. Bogotá: Alfaguara, 2006, ps. 20-21).
Sí, así sabía escuchar Momo. Y ese sencillo y elemental ejercicio de atención a la voz de los demás tenía un efecto mágico. Claro que a ello iba aparejado la bondad espiritual que irradiaba con sus hermosos ojos grandes y negros como la pez, y el dulce aliento de su voz cuando alguien necesitaba consuelo.
Así que la escucha no es cuestión de poca monta. Pues si bien todos los órganos de los sentidos tienden un puente con el mundo y permiten captar aspectos de la realidad, el oído como órgano de la escucha atiende percepciones de una trascendencia especial. Aparte de percibir la muy valiosa información sobre el mundo físico a través de la audición, es el que ante todo nos pone en contacto con la condición humana y el mundo inteligente. Porque el oído no solo permite la percepción de las ondas sonoras y ayuda a mantener el equilibrio corporal sino que por medio de él averiguamos lo que sabemos y queremos saber unos de otros y del mundo.
La condición humana proviene de la inmanencia del ser y le da un tinte especial a cada ser humano. Es lo que nos hace ser universales y a la vez únicos; ofrece toda una gama de posibilidades en las que se refleja el espectro del ser humano que oscila entre los actos heroicos y los comportamientos inicuos, entre lo tesonero y lo pusilánime. Conjuga las particularidades que le dan consistencia a nuestra esencia como seres humanos y que nos hace ser como somos. De ahí que las contingencias propias de la existencia saturen nuestro devenir con angustias, sinsabores y satisfacciones que matizan el día a día. Es un conflicto cotidiano que bulle de energía y genera una fuerza sin par que puede ser creadora o destructiva. Así, la escucha, además de ser la actividad voluntaria de aplicación del entendimiento mediante la cual percibimos los matices de esa condición humana codificados en el lenguaje del otro, se constituye en la acción de apropiación intelectual más efectiva en la historia de la cultura. De hecho, es la manera como el hombre se apropia del lenguaje.
El primer signo de inteligencia lo ofrece el nonato al distinguir la voz de su madre como protectora primaria y responder a ella por medio de manifestaciones físicas que encarnan su lenguaje emocional. Y ese proceso de escucha que inicia en el vientre materno seguirá en desarrollo creciente durante sus primeros años de vida, hasta la adquisición y pleno dominio del lenguaje, que lo posicionará en la escala superior de la cadena biológica.
En sus estudios sobre la cultura oral, Walter Ong aborda las sociedades orales primarias y analiza cómo ellas satisfacen sus demandas con la palabra hablada al considerarla como otorgadora de poder: Cualquiera no puede hablar y cualquiera no puede escuchar. (Ong, Walter. Oralidad y escritura.  México, FCE, 1987. p. 117). Además, la memoria adquiere papel preponderante en relación con el poder que otorga la palabra debido a que cada individuo sabe sólo lo que puede recordar. Este aspecto es de gran trascendencia en la medida en que se hace necesario reconsiderar el uso de la palabra como otorgadora de poder para, a partir de ese poder, resignificar el poder de escuchar.
Es, pues, evidente que la comunicación oral es una necesidad del ser humano para la vida en sociedad y lo es igualmente para el equilibrio psicosocial del individuo. Es claro que cada persona desea y necesita ser escuchado. Todos necesitamos atención y reconocimiento en mayor o menor medida. Es por eso que cuando somos escuchados con interés abrimos nuestro mundo interior y plasmamos en las palabras nuestras creencias y valores. El que escucha percibe a través de las palabras tanto la concepción del mundo que posee el hablante como el grado de desarrollo mental que ha alcanzado. “No hay espejo que mejor refleje al hombre que sus palabras”, dijo el filósofo español Juan Luis Vives.
Y si al habla se le reconoce como una actividad dotada de placer funcional, algo equivalente sucede con la escucha. Independiente de la finalidad que tenga tanto una acción como la otra, ambas construyen y reflejan los fenómenos de la vida. Y a eso me atengo. He aquí, pues,  el comienzo de un relato propio de oídos cómplices. Una amiga que en cuestiones de amor se considera muy afortunada me decía en cierta ocasión con bastante desenfado, al inicio de la última charla de soltera que le escuché: “Como la próxima semana me voy a casar, tengo que  echar mi última canita al aire.” Y agregó con aire jovial, en alusión a un previo entendimiento y consecuente aprobación dado mi origen caribe colombiano: “¡Eche, ajá, tú sabes!”