martes, 31 de enero de 2012

La escritura de la ciencia I

Uno de los aspectos fundamentales de los cuales partió la propuesta inicial del proyecto de escritura que luego fue publicado bajo el título Textos y Pedagogía[1] fue la reflexión en torno al aporte que los textos de ficción proporcionan al desarrollo del entendimiento humano. Como resultado de esa reflexión, el primer capítulo del libro contempla algunas ideas con las que pretendía validar el planteamiento allí esbozado, según el cual existe una estrecha relación e interdependencia entre el acrecentamiento de los niveles de imaginación a través de la lectura -sin descontar ni menospreciar el enriquecimiento que proporciona en el infante la narración oral- como mecanismo de asimilación de textos de ficción y el incremento de esquemas conceptuales con el consecuente desarrollo de la capacidad reflexiva del individuo en su proyección al mundo de la objetividad. Buscaba, de paso, establecer un punto de contacto permanente por medio de la ficción, entre lo que hace el científico y lo que hace el creador literario a partir de sus procesos de formación.
Es claro que dentro del difuso mundo de las creencias, establecidas desde hace siglos, tal vez desde que los griegos hicieron la distinción entre mitos y logos, ha hecho carrera una, según la cual el pensamiento mítico es primitivo, prelógico e insensible a la razón; y consecuentemente, se ha atribuido a la ficción una correspondencia plena con este tipo de esquemas y categorizaciones. De ahí, pues, que sea frecuente y hasta normal que se subvalore y se menosprecie, en los ámbitos propios de la ciencia y de la investigación científica, el aporte que pueda ofrecer la ficción al individuo para habilitarlo con fundamentos conceptuales que le permitan desenvolverse con eficiencia en el mundo de la objetividad.
De igual manera, argüía en ese mismo ensayo –siguiendo un fluir de pensamiento plenamente establecido por quienes han abordado el tema- sobre la necesidad de estar equipado con una muy alta dosis de imaginación para poder acceder con posibilidades de éxito en los aparentemente indisolubles e intrincados problemas de la ciencia. Pues bien, a esas ideas y cuestionamientos quiero agregar ahora la necesidad de manejar de manera solvente el lenguaje, y más específicamente, la necesidad y habilidad para comunicarse por medio de la escritura como consecuencia o instancia culminante de un proceso de fundamentación que habilita tanto al científico como al creador literario para la fase de producción intelectual.
No es desconocido para quien explore, así sea someramente el mundo del conocimiento, que todos los grandes científicos han sido también magníficos escritores. En su tiempo, Goethe fue reconocido no sólo como literato sino como eminente científico y en su condición de tal legó a la ciencia una teoría sobre la composición de los colores. Pascal ya escribía a los dieciséis años y de ello da constancia su Ensayo sobre las secciones cónicas. Darwin se da a conocer al mundo con su libro Del origen de las especies... Para Einstein es la publicación de sus ensayos sobre la teoría de la relatividad lo que lo convierte en el genio del siglo para las multitudes. Y en fin, escritos de científicos de todas las épocas como Newton, Galileo, Marie Curie, Sigmund Freud y tantos más, unos, desde luego, más conocidos que otros por el impacto de sus teorías y descubrimientos, dan testimonio de la solvencia de los investigadores y creadores de ciencia a la hora de escribir.
Frente a la evidencia de esta realidad, cabe entonces preguntarse, ¿cómo se vincula, pues,  la escritura con la investigación y qué hace que se posibiliten lazos de interdependencia entre ellas? Para dar respuesta a este interrogante, veamos en detalle algunos aspectos que nos permitan cierta claridad al respecto. Sabemos que el investigador es alguien que busca, descubre y consigna el descubrimiento alcanzado para su confrontación y asimilación en el mundo de las ideas. Así mismo, que en cada una de las etapas del proceso de investigación se requiere de la lectura y la escritura; la lectura se ejecuta en la búsqueda, la escritura en la consignación; tanto la lectura como la escritura posibilitan el descubrimiento; la escritura consigna el descubrimiento que será confrontado posteriormente por medio de la lectura. De hecho, un investigador no es otra cosa que un buen lector, alguien que sabe leer los signos que ante él se presentan. Desde luego que ese lector debe estar en capacidad de realizar una apropiación semiótica sobre la multiplicidad de textos que ofrece el mundo de los signos y sus símbolos. Y así mismo, que una vez realizado el acto semiótico, debe estar en condiciones de hacer la transferencia al signo lingüístico para su consignación correspondiente. Umberto Eco en El nombre de la rosa hace una radiografía muy acertada de ese investigador-lector-semiólogo en la caracterización de Guillermo de Baskerville, quien por medio de las múltiples lecturas» que realiza de los acontecimientos, señales y signos que encuentra a su paso, logra desentrañar el misterio que rodea los sucesivos crímenes y acontecimientos que hacen de la abadía medieval en la que éstos se producen, uno de los referentes obligados de la conjunción actual entre literatura y conocimiento.
Pero si bien los ejemplos hasta aquí presentados y los planteamientos iniciales ponen de presente unos resultados en espíritus ya consolidados intelectualmente, el mayor interés de esta reflexión está encaminado hacia  la incidencia que proyecta la lectura y la escritura en la formación del individuo como condicionante para la investigación y la producción intelectual.


[1] .-CERRO ROBLES, Leandro. Textos y Pedagogía. Segunda edición. Santa Fe de Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 1995.