lunes, 26 de diciembre de 2011

El libro II

De: Jorge Luis Borges[1]

El segundo gran concepto del libro -repito- es que pueda ser una obra divina. Quizá esté más cerca de lo que nosotros sentimos ahora que de la idea del libro que tenían los antiguos: es decir, un mero sucedáneo de la palabra oral. Luego decae la creencia en un libro sagrado y es reemplazado por otras creencias. Por aquella, por ejemplo, de que cada país está representado por un libro. Recordemos que los musulmanes denominan a los israelitas, la gente del libro; recordemos aquella frase de Heinrich Heine sobre aquella nación cuya patria era un libro: la Biblia, los judíos. Tenemos entonces un nuevo concepto, el de que cada país tiene que ser representado por un libro; en todo caso, por un autor que puede serlo de muchos libros.
Es curioso - no creo que esto haya sido observado hasta ahora-  que los países hayan elegido individuos que no se parecen demasiado a ellos.  Uno piensa, por ejemplo, que Inglaterra hubiera elegido al  doctor Johnson como representante; pero no, Inglaterra ha elegido a Shakespeare, y Shakespeare es  -digámoslo así- el menos inglés de los escritores ingleses.  Lo típico de Inglaterra es el understatement,  es el decir un poco menos de las cosas. En cambio, Shakespeare tendía a la hipérbole en la metáfora, y no nos sorprendería nada que Shakespeare hubiera sido italiano o judío, por ejemplo.
Otro caso es el de Alemania; un país admirable, tan fácilmente fanático, elige precisamente a un hombre tolerante que no es fanático, y a quien no le importa demasiado  el concepto de patria; elige a Goethe. Alemania está representada por Goethe.
En Francia no se ha elegido un autor, pero se tiende a Hugo. Desde luego, siento una gran admiración por Hugo, pero Hugo no es típicamente francés. Hugo es extranjero en Francia; Hugo, con esas grandes decoraciones, con esas grandes metáforas, no es típico de Francia.
Otro caso aún más curioso es el de España.  España podría haber sido representada por Lope, por Calderón, por Quevedo.  Pues no.  España está representada por Miguel de Cervantes.  Cervantes  es un hombre contemporáneo de la Inquisición, pero es tolerante, es un hombre que no tiene ni las virtudes ni los vicios españoles.
Es como si  cada país pensara que tiene que ser representado por alguien distinto, por alguien que puede ser, un poco, una suerte de remedio, una suerte de triaca, una suerte de contraveneno de sus defectos.  Nosotros hubiéramos podido elegir el Facundo  de Sarmiento,  que es nuestro libro, pero no; nosotros, con nuestra historia militar, nuestra historia de espada, hemos elegido como libro  la crónica de un desertor, hemos elegido el Martín Fierro, que si bien merece ser elegido como libro, ¿cómo pensar que nuestra historia esté representada por un desertor de la conquista del desierto?.  Sin embargo, es así; como si cada país sintiera esa necesidad.
Sobre el libro han escrito de un modo tan brillante tantos escritores.  Yo quiero referirme a unos pocos.  Primero me referiré a Montaigne, que dedica uno de sus ensayos al libro.  En ese ensayo hay una frase memorable:  No hago nada sin alegría.  Montaigne  apunta a que el concepto de lectura obligatoria es un concepto falso.  Dice que si él encuentra un pasaje difícil en un libro, lo deja; porque ve en la lectura una forma de felicidad.
Recuerdo que hace muchos años se realizó una encuesta sobre qué es la pintura. Le preguntaron a mi hermana Norah y contestó que la pintura es el arte de dar alegría con formas y colores.  Yo diría que la literatura es también una forma de alegría.  Si leemos algo con dificultad, el autor ha fracasado.  Por eso considero que un escritor como Joyce ha fracasado esencialmente, porque su obra  requiere un esfuerzo.
Un libro no debe requerir un esfuerzo, la felicidad no debe requerir un esfuerzo.  Pienso que Montaigne tiene razón.  Luego enumera los autores que le gustan.  Cita a Virgilio, dice preferir Las Geórgicas  a La Eneida ;  yo prefiero La Eneida, pero eso no tiene nada que ver. Montaigne habla de los libros con pasión, pero dice que aunque los libros son una felicidad, son, sin embargo, un placer lánguido.
Emerson lo contradice -es el otro gran trabajo sobre los libros que existe-.  En esa conferencia, Emerson dice que una biblioteca es una especie de gabinete mágico.  En ese gabinete están encantados los mejores espíritus de la humanidad, pero esperan nuestra palabra para salir de su mudez.  Tenemos que abrir el libro, entonces ellos despiertan.  Dice que podemos contar con la compañía de los mejores hombres que la humanidad ha producido, pero que no los buscamos y preferimos leer comentarios, críticas y no vamos a lo que ellos dicen.
Yo he sido profesor de literatura inglesa durante  veinte años, en la Facultad de Filosofía  y  Letras de la Universidad de Buenos Aires.  Siempre les he dicho a mis estudiantes que tengan poca bibliografía, que no lean críticas, que lean directamente los libros; entenderán poco, quizá, pero siempre gozarán y estarán oyendo la voz de alguien.  Yo diría que lo más importante de un autor es su entonación, lo más importante de un libro es la voz del autor, esa voz que llega a nosotros.
Yo he dedicado una parte de mi vida a las letras, y creo que una forma de felicidad es la lectura;  otra forma de felicidad menor es la creación poética, o lo que llamamos creación, que es una mezcla de olvido y recuerdo de lo que hemos leído.
Emerson coincide con Montaigne en el hecho de que debemos leer únicamente lo que nos agrada, que un libro tiene que ser una forma de felicidad.  Le debemos tanto a las letras.  Yo he tratado más de releer que de leer, creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído.  Yo tengo ese culto del libro.  Puedo decirlo de un modo que puede parecer patético; quiero que sea como una confidencia que les realizo a cada uno de ustedes; no a todos, pero sí a cada uno, porque todos es una abstracción y cada uno es verdadero.
Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros.  Los otros días me regalaron una edición del año 1966 de la Enciclopedia de Brokhause.  Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, la sentí como una suerte de felicidad. Ahí estaban los veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con los mapas y grabados que no puedo ver; sin embargo, el libro estaba ahí. Yo sentía como una gravitación amistosa del libro. Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres.
Se habla de la desaparición del libro; yo creo que es imposible. Se dirá qué diferencia puede haber entre un libro y un periódico o un disco. La diferencia es que un periódico se lee para el olvido, un disco se oye asimismo para el olvido, es algo mecánico y por lo tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria.
El concepto de un libro sagrado, del Corán o de la Biblia, o de los Vedas - donde también se expresa que los Vedas crean el mundo-, puede haber pasado, pero el libro tiene todavía cierta santidad que debemos tratar de no perder. Tomar un libro y abrirlo guarda la posibilidad del hecho estético. ¿Qué son las palabras acostadas en un libro? ¿Qué son esos símbolos muertos? Nada absolutamente. ¿Qué es un libro si no lo abrimos? Es simplemente un cubo de papel y cuero, con hojas; pero si lo leemos ocurre algo raro, creo que cambia cada vez.
Heráclito dijo (lo he repetido demasiadas veces) que nadie baja dos veces al mismo río. Nadie baja dos veces al mismo río porque las aguas cambian, pero lo más terrible es que nosotros somos no menos fluidos que el río. Cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado, la connotación de las palabras es otra. Además, los libros están cargados de pasado.
He hablado en contra de la crítica y voy a desdecirme (pero qué importa desdecirme). Hamlet no es exactamente el Hamlet que Shakespeare concibió a principios del siglo XVII, Hamlet es el Hamlet de Coleridge, de Goethe y de Bradley. Hamlet ha sido renacido. Lo mismo pasa con el Quijote. Igual sucede con Lugones y Martínez Estrada, el Martín Fierro no es el mismo. Los lectores han ido enriqueciendo el libro.
Si leemos un libro antiguo es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y nosotros. Por eso conviene mantener el culto del libro. El libro puede estar lleno de erratas, podemos no estar de acuerdo con las opiniones del autor, pero todavía conserva algo sagrado, algo divino, no con respeto supersticioso, pero sí con el deseo de encontrar felicidad, de encontrar sabiduría.
Eso es lo que quería decirles hoy.

24 de mayo de 1978. J.L.Borges


[1] .-BORGES, Jorge Luis. Borges Oral. Barcelona: Bruguera, 1985.

lunes, 19 de diciembre de 2011

El libro

De: Jorge Luis Borges[1]

De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.
En César y Cleopatra de Shaw, cuando se habla de la biblioteca de Alejandría se dice que es la memoria de la humanidad. Eso es el libro y es algo más también, la imaginación. Porque, ¿qué es nuestro pasado sino una serie de sueños? ¿Qué diferencia puede haber entre recordar sueños y recordar el pasado? Esa es la función que realiza el libro.
Yo he pensado, alguna vez, escribir una historia del libro. No desde el punto de vista físico. No me interesan los libros físicamente (sobre todo los libros de los bibliófilos, que suelen ser desmesurados), sino las diversas valoraciones que el libro ha recibido. He sido anticipado por Spengler, en su Decadencia de Occidente, donde hay páginas preciosas sobre el libro. Con alguna observación personal, pienso atenerme a lo que dice Spengler.
Los antiguos no profesaban nuestro culto del libro -cosa que me sorprende; veían en el libro un sucedáneo de la palabra oral. Aquella frase que se cita siempre: Scripta maner verba volat, no significa que la palabra oral sea efímera, sino que la palabra escrita es algo duradero y muerto. En cambio, la palabra oral tiene algo de alado, de liviano; alado y sagrado, como dijo Platón. Todos los grandes maestros de la humanidad han sido, curiosamente, maestros orales.
Tomaremos el primer caso: Pitágoras. Sabemos que Pitágoras no escribió deliberadamente. No escribió porque no quiso atarse a una palabra escrita. Sintió, sin duda, aquello de que la letra mata y el espíritu vivifica, que vendría después en la Biblia. El debió sentir eso, no quiso atarse a una palabra escrita; por eso Aristóteles no habla nunca de Pitágoras, sino de los pitagóricos. Nos dice, por ejemplo, que los pitagóricos profesaban la creeencia, el dogma, del eterno retorno que muy tardíamente descubriría Nietzsche. Es decir, la idea del tiempo cíclico, que fue refutada por San Agustín en La ciudad de Dios. San Agustín dice con una hermosa metáfora que la cruz de Cristo nos salva del laberinto circular de los estoicos. La idea de un tiempo cíclico fue rozada también por Hume, por Blanqui... y por tantos otros.
Pitágoras no escribió voluntariamente, quería que su pensamiento viviese más allá de su muerte corporal, en la mente de sus discípulos. Aquí vino aquello de (yo no sé griego, trataré de decirlo en latín) Magister dixit (el maestro lo ha dicho). Esto no significa que estuvieran atados porque el maestro lo había dicho; por el contrario, afirma la libertad de seguir pensando el pensamiento inicial del maestro.
No sabemos si inició la doctrina del tiempo cíclico, pero sí sabemos que sus discípulos la profesaban. Pitágoras muere corporalmente y ellos, por una suerte de transmigración -esto le hubiera gustado a Pitágoras- siguen pensando y repensando su pensamiento, y cuando se les reprocha el decir algo nuevo, se refugian en aquella fórmula: el maestro lo ha dicho (Magister dixit ).
Pero tenemos otros ejemplos. Tenemos el alto ejemplo de Platón, cuando dice que los libros son como efigies (puede haber estado pensando en esculturas o en cuadros), que uno cree que están vivas, pero si se les pregunta algo no contestan. Entonces, para corregir esa mudez de los libros, inventa el diálogo platónico. Es decir, Platón se multiplica en muchos personajes: Sócrates, Gorgias y los demás. También podemos pensar que Platón quería consolarse de la muerte de Sócrates pensando que Sócrates seguía viviendo. Frente a todo problema El se decía: ¿qué hubiera dicho Sócrates de Esto? Así, de algún modo, fue la inmortalidad de Sócrates, quien no dejó nada escrito, y también un maestro oral.
De Cristo sabemos que escribió una sola vez algunas palabras que la arena se encargó de borrar. No escribió otra cosa que sepamos. El Buda fue también un maestro oral; quedan sus prédicas. Luego tenemos una frase de San Anselmo: Poner un libro en manos de un ignorante es tan peligrosos como poner una espada en manos de un niño. Se pensaba así de los libros. En todo Oriente existe aún el concepto de que un libro no debe revelar las cosas; un libro debe, simplemente, ayudarnos a descubrirlas. A pesar de mi ignorancia del hebreo he estudiado algo de la Cábala y he leído las versiones inglesas y alemanas del Zohar ( El libro del esplendor), El Séfer Yezira (El libro de las relaciones). Sé que esos libros no están escritos para ser entendidos, están hechos para ser interpretados, son acicates para que el lector siga el pensamiento. La antigüedad clásica no tuvo nuestro respeto del libro, aunque sabemos que Alejandro de Macedonia tenía bajo su almohada la Ilíada y la espada, esas dos armas. Había gran respeto por Homero, pero no se lo consideraba un escritor sagrado en el sentido que hoy le damos a la palabra. No se pensaba que la Ilíada y la Odisea fueran textos sagrados, eran libros respetados, pero también podían ser atacados.
Platón pudo desterrar a los poetas de su República sin caer en la sospecha de herejía. De estos testimonios de los antiguos contra el libro podemos agregar uno muy curioso de Séneca. En sus admirables epístolas a Lucilio hay una dirigida contra un individuo muy vanidoso, de quien dice que tenía una biblioteca de cien volúmenes; y quién -se pregunta Séneca- puede tener tiempo para leer cien volúmenes. Ahora, en cambio, se aprecian las bibliotecas numerosas.
En la antigüedad hay algo que nos cuesta entender, que no se parece a nuestro culto del libro. Se ve siempre en el libro a un sucedáneo de la palabra oral, pero luego llega del Oriente un concepto nuevo, del todo extraño a la antigüedad clásica: el del libro sagrado. Vamos a tomar dos ejemplos, empezando por el más tardío, los musulmanes. Estos piensan que el Corán es anterior a la creación, anterior a la lengua árabe; es uno de los atributos de Dios, no una obra de Dios; es como su misericordia o su justicia. En el Corán se habla en forma asaz misteriosa de la madre del libro. La madre del libro es un ejemplar del Corán escrito en el cielo. Vendría a ser el arquetipo platónico del Corán, y ese mismo libro -lo dice el Corán- ese libro está escrito en el cielo, que es atributo de Dios y anterior a la creación. Esto lo proclaman los sulems o doctores musulmanes.
Luego tenemos otros ejemplos más cercanos a nosotros: la Biblia o, más concretamente, la Torá  o el Pentateuco. Se considera que esos libros fueron dictados por el Espíritu Santo. Esto es un hecho curioso: la atribución de libros de diversos autores y edades a un solo espíritu; pero en la Biblia misma se dice que el Espíritu sopla donde quiere. Los hebreos tuvieron la idea de juntar diversas obras literarias de diversas épocas y de formar con ellas un solo libro, cuyo título es Torá (Biblia en griego). Todos estos libros se atribuyen a un solo autor: el Espíritu.
A Bernard Shaw le preguntaron una vez si creía que el Espíritu Santo había escrito la Biblia. Y contestó: Todo libro que vale la pena de ser releído ha sido escrito por el Espíritu.  Es decir, un libro tiene que ir más allá de la intención de su autor. La intención del autor es una pobre cosa humana, falible, pero en el libro tiene que haber más. El Quijote, por ejemplo, es más que una sátira de los libros de caballería. Es un texto absoluto en el cual no interviene, absolutamente para nada, el azar.
Pensemos en las consecuencias de esta idea. Por ejemplo, si yo digo:
Corrientes aguas, puras, cristalinas,
árboles que os estáis mirando en ellas
verde prado, de fresca sombra lleno
Es evidente que los tres versos constan de once sílabas. Ha sido querido por el autor, es voluntario.
Pero, qué es eso comparado con una obra escrita por el Espíritu, qué es eso comparado con el concepto de la Divinidad que condesciende a la literatura y dicta un libro. En ese libro nada puede ser casual, todo tiene que estar justificado, tienen que estar justificadas las letras. Se entiende, por ejemplo, que el principio de la Biblia: Bereshit baraelohim comienza con una B porque eso corresponde a bendecir. Se trata de un libro en el que nada es casual, absolutamente nada. Eso nos lleva a la Cábala, nos lleva al estudio de las letras, a un libro sagrado dictado por la divinidad que viene a ser lo contrario de lo que los antiguos pensaban. Estos pensaban en la musa de modo bastante vago.
Canta, musa, la cólera de Aquiles, dice Homero al principio de la Ilíada. Ahí, la musa corresponde a la inspiración. En cambio, si se piensa en el Espíritu, se piensa en algo más concreto y más fuerte: Dios, que condesciende a la literatura. Dios, que escribe un libro; en ese libro nada es casual: ni el número de las letras ni la cantidad de sílabas de cada versículo, ni el hecho de que podamos hacer juegos de palabras con letras, de que podamos tomar el valor numérico de las letras. Todo ha sido ya considerado… (continúa)


[1] .-BORGES, Jorge Luis. Borges Oral. Barcelona: Bruguera, 1985.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Cortázar: Esencia y misión del maestro

A través del cuento La escuela de noche (Mundo Docente, Febrero/06), Julio Cortázar (1914-1984) retrató su paso por el Colegio Normal Mariano Acosta, una época de gobiernos infames y fraudulentos. Pero no fue ésta la única oportunidad en que el autor de Rayuela se refirió a la escuela y a la educación. En 1939, Cortázar publicó un artículo en la Revista Argentina, allí dirige a los futuros maestros y profesores una serie de reflexiones sobre el significado de la docencia y su función social. A pesar del tiempo transcurrido, las consideraciones expresadas no han perdido vigencia.
El objetivo principal del escrito consiste en poner a los estudiantes del magisterio y el profesorado frente a frente con aquellos aspectos de la realidad que no habían conocido durante su formación. Precisamente, una de las claves del texto reside en describir las causas del fracaso de un número tan elevado de maestros. Para Cortázar, una de las razones era la falta de cultura de muchos de ellos; entendiendo por cultura no el acopio de conocimientos intelectuales, sino “la actitud integralmente humana, sin mutilaciones, que resulta de un largo estudio y de una amplia visión de la realidad”.
Cortázar se pregunta si cuatro años en el Colegio Normal son suficientes para adquirir esta capacidad; como era de esperar, responde en forma negativa. El aprendizaje, afirma, recién comienza cuando uno egresa de la Escuela Normal, en ese momento en que uno se encontrará solo, “librado a la propia conducta”. Y será en el “debilitamiento de los resortes morales, en el olvido de lo que de sagrado tiene ser maestro”, donde habrá que buscar el motivo principal de tantas decepciones. Pero como él mismo señala, no se trata de hablar del pasado sino del futuro y sus docentes. (Revista Educación y Cultura)

Fragmento*:
De: Julio Cortázar
 
 “...La Escuela Normal no basta para hacer al maestro. Y quien, luego de plegar con gesto orgulloso su diploma, se disponga a cumplir su tarea sin otro esfuerzo, ése es desde ya un maestro condenado al fracaso. Parecerá cruel y acaso falso; pero un hondo buceo en la conciencia de cada uno probará que es harto cierto. La Escuela Normal da elementos, variados y generosos, crea la noción del deber, de la misión; descubre los horizontes. Pero con los horizontes hay que hacer algo más que mirarlos desde lejos: hay que caminar hacia ellos y conquistarlos.
El maestro debe llegar a la cultura mediante un largo estudio. Estudio de lo exterior, y estudio de sí mismo. Aristóteles y Sócrates: he ahí las dos actitudes. Uno, la visión de la realidad a través de sus múltiples ángulos; el otro, la visión de la realidad a través del cultivo de la propia personalidad. Y, esto hay que creerlo, ambas cosas no se logran por separado. Nadie se conoce a sí mismo sin haber bebido la ciencia ajena en inacabables horas de lecturas y de estudio; y nadie conoce el alma de los semejantes sin asistir primero al deslumbramiento de descubrirse a sí mismo. La cultura resulta así una actitud que nace imperceptiblemente; nadie puede despertarse mañana y decir: «Sé muchas cosas y nada más». La mejor prueba de cultura suele darla aquél que habla muy poco de sí mismo; porque la cultura no es una cosa, sino que es una visión; se es culto cuando el mundo se nos ofrece con la máxima amplitud; cuando los problemas menudos dejan de tener consistencia; cuando se descubre que lo cotidiano es lo falso, y que sólo lo más puro, lo más bello, lo más bueno, reside la esencia que el hombre busca. Cuando se comprende lo que verdaderamente quiere decir Dios.
Al salir de la Escuela Normal, puede afirmarse que el estudio recién comienza. Queda lo más difícil, porque entonces se está solo, librado a la propia conducta. En el debilitamiento de los resortes morales, en el olvido de lo que de sagrado tiene es ser maestro, hay que buscar la razón de tantos fracasos. Pero en la voluntad que no reconoce términos, que no sabe de plazos fijos para el estudio, está la razón de muchos triunfos. En la Argentina ha habido y hay maestros: debería preguntárseles a ellos si les bastaron los cuatro años oficiales para adquirir la cultura que poseen. «El genio –dijo Buffon- es una larga paciencia». Nosotros no requerimos maestros geniales; sería absurdo. Pero todo saber supone una larga paciencia.
Alguien afirmó, sencillamente, que nada se conquista sin sacrificio. Y una misión como la del educador exige el mayor sacrificio que puede hacerse por ella. De lo contrario, se permanece en el nivel del «maestro correcto». Aquéllos que hayan estudiado el magisterio y se hayan recibido sin meditar a ciencia cierta qué pretendían o qué esperaban más allá del puesto y la retribución monetaria, ésos son ya fracasados y nada podrá salvarlos sino un gran arrepentimiento . Pero yo he escrito estas líneas para los que han descubierto su tarea y su deber. Para los que abandonan la Escuela Normal con la determinación de cumplir su misión. A ellos he querido mostrarles todo lo que les espera, y se me ocurre que tanto sacrificio ha de alegrarnos. Porque en el fondo de todo verdadero maestro existe un santo, y los santos son aquellos hombres que van dejando todo lo perecedero a lo largo del camino, y mantienen la mirada fija en un horizonte que conquistar con el trabajo, con el sacrificio o con la muerte”.

lunes, 21 de noviembre de 2011

El conocimiento de la ignorancia

Karl   Popper *

DOCE PRINCIPIOS QUE DEBEN REGIR NUESTRA INTEGRIDAD INTELECTUAL.  **


(...) Me gustaría proponerles algunos principios de una nueva ética profesional, principios que están estrechamente relacionados con las ideas éticas de tolerancia y de honestidad intelectual.
Con este fin voy a describir primero la antigua  ética profesional y, quizá, caricaturizarla un poco, para luego compararla y contrastarla con la nueva ética profesional que deseo proponer aquí.
Hay que reconocer que la antigua ética profesional se basó, como también se basa la nueva, en los conceptos de verdad, de racionalidad y de responsabilidad intelectual. Con la diferencia de que la antigua ética se basó en el concepto de conocimiento personal y en la idea de que es posible llegar al conocimiento cierto, o al menos acercarse lo más posible. Por esta razón, el concepto de autoridad personal desempeñó un papel importante en la antigua ética profesional. En contraste, la nueva ética se basa en el concepto de conocimiento objetivo, y de conocimiento incierto. Esto exige un cambio radical en nuestra manera de pensar. Lo que tiene que cambiar es el papel desempeñado por los conceptos de verdad, racionalidad, honestidad intelectual y responsabilidad intelectual. (...)
Mi sugerencia es que la nueva ética profesional que propongo aquí se base en los doce principios siguientes, con los cuales termino mi discurso.
  1. Nuestro conocimiento objetivo conjetural continúa superando con diferencia lo que el individuo puede abarcar. Por consiguiente: no hay autoridades. Esta importante conclusión también se puede aplicar a materias especializadas y a campos específicos de investigación.
  2. Es imposible evitar todos los errores, e incluso todos aquellos que, en sí mismos, son evitables. Todos los científicos cometen equivocaciones continuamente. Hay que revisar la antigua idea de que se pueden   evitar los errores y que, por tanto, existe la obligación de evitarlos: la idea en sí encierra un error.
  3. Por supuesto, sigue siendo nuestro deber hacer todo lo posible para evitar errores. Pero precisamente para evitarlos debemos ser conscientes, sobre todo, de la dificultad que esto encierra y del hecho de que nadie logra evitarlos (...)
  4. Los errores pueden existir ocultos al conocimiento de todos incluso en nuestras teorías mejor comprobadas; así, la tarea específica del científico es buscar tales errores. Descubrir que una teoría bien contrastada, o que una  técnica usual práctica son erróneas,  podría  ser un descubrimiento de máxima importancia.
  5. Por lo tanto, tenemos que cambiar nuestra actitud hacia nuestros errores. Es aquí donde hay que empezar nuestra reforma práctica de la ética. Porque la actitud de la antigua ética profesional nos obliga a tapar nuestros errores, a mantenerlos secretos y a olvidarnos de ellos tan pronto como sea posible.
  6. El nuevo principio  básico  es  que  para  evitar  equivocarnos,   debemos  aprender   de nuestros propios   errores.   Intentar  ocultar  la existencia   de  errores   es el pecado más grande   que existe.
  7. Tenemos que estar continuamente al acecho para detectar errores, especialmente los propios, con la esperanza de ser los primeros en  hacerlo. Una  vez detectados,  debemos estar seguros de  recordarlos,     examinarlos  desde todos  los  puntos  de vista  para  descubrir por qué   se  cometió  el  error.
  8. Es parte  de   nuestra tarea el tener y  ejercer  una  actitud   autocrítica,  franca y      honesta  hacia      a   nosotros  mismos.
  9. Puesto  que   debemos  aprender   de nuestros   errores,     así   mismo  debemos  aprender  a  aceptarlos,  incluso  con  gratitud,  cuando nos  lo señalan  los  demás.  Y cuando   llamamos   la atención  a otros  sobre  sus  errores   deberíamos  siempre  tener   en cuenta   que los científicos más grandes  los  han  cometido  (...).
  10. Tenemos  que  tener  claro en nuestra propia  mente  que   necesitamos  a los demás para   descubrir y  corregir  nuestros errores  (de la  misma  manera  en que  los   demás  nos  necesitan   a  nosotros) y,  sobre   todo,  necesitamos a gente  que se  haya educado  con diferentes  ideas en  un  mundo  cultural   distinto. Así se consigue  la    tolerancia.
  11. Debemos  aprender que  la autocrítica  es  la   mejor crítica,   pero   que    la  crítica   de   los   demás   es  una     necesidad.      Tiene   casi  la  misma  importancia  que  la  autocrítica.
  12. La crítica   racional  y  no   personal  ( u   objetiva),  debería  ser  siempre  específica:   Hay   que  alegar   razones   específicas  cuando  una   afirmación   específica  o   una  hipótesis   específica     o     un   argumento  específico  nos   parece  falso   o  no   vàlido.   Hay   que   guiarse por    la  idea   de acercamiento  a   la   verdad  objetiva.   En este  sentido,   la  crítica   tiene  que   ser  impersonal,    pero   debería  ser  a la  vez benévola(...). 

* .-Karl Popper (1902-1994) filósofo británico de origen austriaco, fue uno de los más grandes filósofos del siglo XX.
** .-Fragmentos del discurso de investidura como doctor “Honoris Causa”, de la Universidad Complutense de Madrid,  que pronunció el 28 de octubre de 1991 con el título: “El conocimiento de la ignorancia. Debemos vigilar constantemente nuestra integridad personal”.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Sobre la vida y el amor

CARTA DE RAINER MARIA RILKE[1]

A  Friedrich  Westhoff[2]
                                                           Roma, Villa Strohl-Fern,
29 de abril de 1904

Mi querido Friedrich:

Hemos tenido noticias de ti muchas veces en este tiempo, a través de madre, y sin saber con más exactitud de ti, sentimos, sin embargo, que pasas una época difícil. Madre no te podrá ayudar nada, pues, en el fondo, nadie puede ayudar en la vida a otro; esto es lo que se vuelve a percibir siempre en todo conflicto y toda confusión: que uno está solo.
Eso no es tan malo como puede parecer a primera vista; incluso, es lo mejor en la vida que cada cual tiene en si mismo: su destino, su porvenir, toda su amplitud y su mundo. Ahora bien, es cierto que hay momentos en que es difícil estar en sí y permanecer dentro del propio yo; ocurre que precisamente en los momentos en que más sólidamente y -casi se diría- más tercamente que nunca, uno debería aferrarse a uno mismo, se liga a algo exterior, mientras un acontecimiento más importante traslada el centro propio desde uno mismo a lo extraño, a otras personas. Esto va contra la más simple ley del equilibrio, y de aquí sólo pueden resultar dificultades.
Clara y yo, querido Friedrich, nos hemos encontrado de acuerdo y nos hemos entendido precisamente en que toda comunidad sólo puede consistir en el fortalecimiento de dos soledades vecinas, pero que todo lo que se suele llamar entrega, es perjudicial a la comunidad, por su esencia: pues si una persona se abandona, ya no es nada, y si dos personas se abandonan a sí mismas para entrar una en otra, ya no hay suelo bajo ellas, y su compañía es una caída constante.
No sin grandes dolores, mi querido Friedrich, nos hemos dado cuenta de esto; hemos experimentado lo que llega a saber de un modo o de otro todo el que quiere una vida propia.
Alguna vez, cuando sea maduro y más viejo, quizá llegue a escribir un libro, un libro para jóvenes; no porque quizá crea haber sabido algo mejor que los demás. Al contrario, porque todo se me ha hecho mucho más difícil que a otros jóvenes, desde la infancia y durante toda mi juventud.
Ahí he notado y he vuelto siempre a notar que apenas hay algo más difícil que quererse. Que el trabajo es ganar el jornal de cada día, Friedrich, el jornal; Dios sabe que no hay otra palabra para ello. Y a eso se añade todavía que los jóvenes no están preparados a tan difícil amor; pues la convención ha intentado hacer algo fácil y frívolo de esta complicada y suprema relación, y le ha dado el aspecto de que todos podrían. Pero no es así. El amor es algo difícil, y es más difícil que lo demás, porque, en otros conflictos, la Naturaleza misma invita al hombre a concentrarse, a reunirse en sí mismo con todas sus fuerzas, mientras que en la crecida del amor está la incitación a disiparse completamente. Pero piensa sólo: ¿puede ser algo hermoso, entregarse no como algo entero y ordenado, sino según el azar, trozo a trozo, como viene a mano? ¿Puede tal entrega, que parece algo tan semejante a un lanzamiento y desgarramiento, ser algo bueno; puede ser dicha, gozo, progreso? No, no lo puede ser... Cuando regalas flores a alguien, las encargas antes, ¿no es verdad? Pero los jóvenes que se quieren, se arrojan uno a otro en la impaciencia y prisa de su pasión, y no observan qué defecto de mutua valoración hay en esa entrega sin despejar; sólo lo notan con asombro y desgana en el desacuerdo que brota entre ellos, de todo ese desorden. Y si al principio hay falta de unidad, luego crece la confusión con cada día; ninguno de los dos tiene ya en torno suyo nada que no esté roto, nada puro y sin corromper, y en medio del desconsuelo de una ruptura, tratan de retener la apariencia de su dicha (pues por causa de la dicha hubo de ser todo eso, sin embargo). ¡Ay! Apenas pueden ya darse cuenta de qué entienden por dicha. En su inseguridad, cada cual se vuelve más injusto contra el otro; los que querían hacerse el bien juntos, ahora chocan de modo tiránico e impaciente, y en el esfuerzo por salir de algún modo de la insostenible e insoportable situación de su enredo, cometen la mayor falta que puede ocurrir en las relaciones humanas: se ponen impacientes. Se empujan a una resolución, a llegar a una decisión que ellos creen definitiva; intentan consolidar de una vez para siempre su relación, cuyas sorprendentes alteraciones les han asustado, para que desde entonces siga siendo la misma eternamente (como dicen). Este es sólo el último error en esta larga cadena de errores que se unen el uno al otro. Ni siquiera lo muerto se deja consolidar definitivamente (pues se corrompe y cambia a su manera); ¡cuánto menos se puede tratar lo vivo decisivamente, de una vez para todas! Pues vivir es transformarse, y las relaciones humanas, que son un extracto de vida, son lo más cambiable de todo, suben y bajan de minuto en minuto; y los que viven son aquellos en cuya relación y contacto ningún momento se parece a otro; personas entre quienes nunca tiene lugar algo usado, algo que ya haya existido alguna vez, sino lo puramente nuevo, lo inesperado, lo inaudito. Hay tales relaciones, que deben de ser una dicha muy grande, casi insoportable, pero sólo pueden entablarse entre personas de gran riqueza, y de tal modo, que cada cual sea para sí, rico, ordenado y concentrado; sólo dos mundos amplios, profundos y propios pueden enlazarse. Las personas jóvenes -es evidente- no pueden obtener semejante relación, pero, si comprenden adecuadamente su vida, pueden crecer despacio hasta tal dicha y prepararse para ella. Deben, si aman, no olvidar que son principiantes, chapuceros de la vida, aprendices del amor; deben aprender el amor, y para eso (como para todo aprendizaje) hace falta paz, paciencia y concentración.
Tomar el amor en serio y padecerlo y aprenderlo como un trabajo, esto es, Friedrich, lo que les hace falta a los jóvenes. La gente también ha malentendido, como tantas otras cosas, la posición del amor en la vida: lo han hecho juego y diversión, porque creían que el juego y la diversión son más felices que el trabajo, pero no hay nada más dichoso que el trabajo; y el amor, precisamente por ser la suprema dicha, no puede ser sino trabajo. Así, pues, quien ama, debe intentar comportarse como si tuviera un gran trabajo: debe estar muy solo y entrar en sí y concentrarse y consolidarse; debe trabajar, debe llegar a ser algo.
Pues, Friedrich, créeme: cuánto más se es, más rico es todo lo que se experimenta. Y quien quiera tener en su vida un amor profundo, debe ahorrar y reunir para ello y juntar miel.
No hay que desesperar nunca, si a uno se le ha perdido algo, una persona o un gozo o una dicha: todo vuelve otra vez más espléndido. Lo que debe caer, cae;  lo que nos pertenece queda con nosotros, pues todo marcha según leyes, que son más grandes que nuestra comprensión y con las que sólo estamos aparentemente en contradicción. Se debe vivir en uno mismo y pensar en toda la vida, en todas sus millones de posibilidades, de amplitudes y de futuros, frente a los cuales no hay nada pasado ni perdido...
Pensamos mucho en ti, querido Friedrich; nuestra convicción es ésta: que en el enredo de los acontecimientos hace mucho tiempo que, por ti mismo habrías encontrado tu única salida propia, la única que te puede servir, si no tuvieras todavía encima toda la carga del año de servicio militar. Recuerdo que después de mi encerrada época de escuela militar, mi impulso de libertad y mi deformado sentido de mí mismo (que primero se tuvo que recobrar de los golpes recibidos), me quisieron llevar a errores y deseos que no son propios de mi vida, y tuve la suerte de que estaba ahí mi trabajo: en él encontré y me encuentro a diario y no busco ya otra cosa. Así hacemos los dos: así es la vida de Clara y la mía. Y tú también llegarás a ello, con toda seguridad. Ten buen ánimo: lo tienes todo por delante, y el tiempo que pasa en dificultades, nunca está perdido. Te saludamos, querido Friedrich, de todo corazón.

Rainer y Clara.


[1].- Poeta checo (1875-1926). Texto tomado de: Cartas a un joven poeta.
[2].- Hermano de la mujer de Rilke.

lunes, 31 de octubre de 2011

La escritura en la economía

De: Salomón Kalmanovitz[1]

La Facultad de Economía de la Universidad de Stanford reformó recientemente su currículo de pregrado: aumentó los requisitos de matemáticas e introdujo un seminario obligatorio de redacción sobre temas de política económica. “La economía de hoy –reza la sustentación- es inescapablemente matemática, pero aun así estamos convencidos de que la enseñanza de la comunicación por escrito de argumentos técnicos es una de las habilidades más valiosas que podemos transmitir”.
Donald McCloskey tiene un opúsculo que se llama igual al título de esta columna, en el que señala el poco reconocimiento que tiene la escritura en algunas facultades de los Estados Unidos. El argumento con que defienden el desinterés por la comunicación es que es más importante el contenido que la forma. ¡Equivocado!, replica McCloskey: el contenido, por bueno que sea, puede perderse parcial o incluso totalmente cuando se expone con mala sintaxis, errores ortográficos, pautas de citación improvisadas, series estadísticas y gráficos mal organizados o un estilo farragoso que aburre tanto al lector que éste opta por abandonar su lectura.
McCloskey insiste en que claridad de estilo coincide generalmente con claridad mental.  Así como la economía o la matemática son lógicas con sus propias leyes de operación, el lenguaje está basado en una lógica que en sus bases no es tan distinta a las demás. Por ello no debe ser difícil para un matemático, o aun para un economista, expresarse claramente, si tan sólo ganan conciencia de que deben apropiar la lógica del lenguaje y desarrollar un estilo para comunicarse con los demás. A más de claridad es necesario seducir al lector con buena información, ritmo, risas y desenlace interesante.
A veces me encuentro con estudiantes de Economía que vienen de la Ingeniería y de las Ciencias quienes sufren de una especie de dislexia, pues enfrentan el lenguaje escrito como enemigo, acostumbrados como lo están a acortar sus raciocinios con rudimentarios telegramas matemáticos. Les cuesta un enorme trabajo apropiar el buen uso del lenguaje y sobre todo hacerse entender por lo que no comparten su formación disciplinaria. Una vez experimentan con el uso de lógicas más verbales y especulativas, como las que se encuentran en la filosofía y en las ciencias sociales, y que entienden que pueden extrapolar su lógica matemática a la escritura, que además hacerse entender produce mucha satisfacción personal, superan el escollo y desarrollan su estilo con facilidad.
Lo más frecuente es encontrar inconciencia del estudiante que cree que no tiene nada que aportar a la disciplina y no sabe cómo se proyecta cuando escribe, lo cual tiene que ver con la escasez de experiencias con la palabra y con el ensayo que encuentran a lo largo de su carrera. Es deplorable el poco desarrollo verbal que tienen los estudiantes en la primaria y secundaria del promedio de colegios en el país y el problema no se enfrenta siquiera en la inmensa mayoría de las universidades.
Profesores los hay que no leen ni escriben. Ellos son incapaces de comunicar la necesidad de hacerlo y no exigen la escritura como forma de evaluar a sus estudiantes; califican simplemente por medio de exámenes y tests la capacidad de retener información de unos pocos textos o de su sagrada palabra en clase o sea de memorizar, repetir sin avanzar.
El ensayo es, sin embargo, la forma más desarrollada de evaluación posible: obliga a un trabajo más extenso, intenso y creativo que cualquier otra prueba, reproduce las condiciones del profesional como analista o investigador pero a un nivel mucho más complejo (teórico) del que enfrenta en su trabajo. El ensayo desarrolla además un sinnúmero de habilidades, como organizar información teórica y factual, leer eficazmente y presiona al estudiante a crear una obra coherente con la información que absorbió y organizó con la aplicación de la teoría. Pero es sobre todo una prueba de libertad que contribuye a que el estudiante se vaya tornando en adulto y necesite cada vez menos del profesor.


[1] .-El Espectador (Diario) . Santafé de Bogotá,  22 de febrero de1992, p.3A

lunes, 10 de octubre de 2011

Elementos de novela policíaca en El Túnel, de Ernesto Sábato

La denominada ‘novela policiaca’ tiene como fundamento estructural un acontecimiento trascendental, usualmente un crimen, a partir del cual se desenvuelve la trama de la mano de un detective o investigador que por medio de unos indicios –falsos o ciertos-, va develando los hilos recónditos que condujeron a ese hecho –en sentido inverso como se produjeron- hasta dar con el autor del hecho motivo de investigación.
La esencia de la novela policiaca es precisamente ese proceso de investigación. El ensayista mexicano Alfonso Reyes dice al respecto:
 En la policial todo conflicto me deleita porque enriquece la investigación.”[1]
Y más adelante agrega:
En la novela policial, al contrario, una muerte es bienvenida, porque da mayor relieve al problema. Descansa el corazón y trabaja la cabeza como con un enigma lógico o una charada, como con un caso de ajedrez. Pero el trabajo no es tan intenso que fatigue, y además sabemos que, por regla, nos van a dar la solución en el último capítulo; de suerte que podemos ser un tanto pasivos si nos place, y graduar nosotros mismos la atención y la energía mental que deseamos gastar.”[2]
Así, se puede considerar que los criterios estructurales mediante los cuales se organiza y funciona la novela policial tradicional son los siguientes: el crimen, el desconocimiento de la identidad del asesino, el proceso de investigación, la intriga in crescendo.
Sin embargo, existen variables estructurales y una de ellas consiste en invertir el proceso, esto es, en comenzar por el final. En el caso del crimen, se da a conocer de entrada al asesino. Es lo que sucede en El túnel, de Ernesto Sábato. Desde las primeras de cambio el lector es enterado de quién es el asesino.
 Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesita mayores explicaciones sobre mi persona.”[3]
Además, también sabemos de entrada que Juan Pablo Castel está preso y que ya fue procesado y condenado. Así que el proceso de investigación ya se adelantó. Quedan, entonces, descartadas estas posibilidades. Así las cosas, el lector deberá buscar otro camino. Son los detalles, las motivaciones profundas del asesino para llevar a cabo el crimen, y los factores que entraron en juego en la relación entre los personajes que intervienen en el cruento suceso...


[1] .- REYES, Alfonso. Prosa y poesía. Madrid: Ediciones Cátedra, 1984.
[2] .- Ibidem.
[3] .- SÁBATO, Ernesto. El túnel. Bogotá: Casa Editorial El Tiempo, 2002, p. 7.

lunes, 3 de octubre de 2011

La religión: herramienta de explotación en Macario, de Juan Rulfo

Macario es la historia que hila en sus introspecciones un niño huérfano, con deficiencias mentales, mientras vela frente a una alcantarilla con una tabla en la mano para evitar que el canto de las ranas trasnoche a su madrina.
“Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos…”[1]
La condición de Macario se pone en evidencia en sus comportamientos, entre otros, como el de darse “de topes contra el suelo” hasta que la cabeza le suene como un tambor, o la inocencia con que le chupa a Felipa “los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas” para sacarle a chorros la leche dulce y caliente que le sacia el hambre.
La permanencia de Macario en casa de la madrina pasa por tres condicionantes: la comida, el afecto y la religión. Tanto Felipa como la madrina lo tratan bien y por eso él las quiere. Y lo de la comedera es la gran cosa. “Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa, aquí me estaré”. Sin embargo, es el dominio ideológico que se ejerce por medio de la religión lo que condiciona la vida de Macario en casa de ‘su madrina’. En este aspecto es claro la forma en que la sociedad latinoamericana, y en especial el grupo social dominante, utiliza la religión para ejercer dominio ideológico sobre las personas de los estratos bajos y consumar una explotación material del trabajo de estas personas.
Felipa “sólo se está en la cocina arreglando la comida de los tres”, lo demás le toca a Macario. Es evidente que Felipa y Macario viven sometidos y condicionados por sus creencias religiosas, cuyas prédicas son difundidas y utilizadas por el señor cura y por la supuesta madrina de Macario para afianzar el dominio y la explotación que ejercen sobre ellos, que se muestran débiles e indefensos.
Las palabras del señor cura resuenan en la mente de Macario:
 “El camino de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro”[2]
Por eso Macario le tiene miedo a la oscuridad, porque la oscuridad es propicia para que se aparezcan los pecados con que lo amenazan permanentemente.
 “Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija…”[3] 
Ahora bien, para la madrina la presencia de Macario en su casa es un buen negocio. Le cuesta poco mantenerlo y los oficios que le corresponden se extienden desde la madrugada, cuando sale a barrer la calle, hasta avanzada la noche cuando vela frente a la alcantarilla para que su madrina duerma plácidamente sin que la moleste el canto de las ranas, pasando por acarrear leña, lavar los trastes, dar de comer a los puercos flacos y a los puercos gordos. ¿A cambio de qué trabaja Macario? ¡A cambio de un montoncito de comida!
“Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí.”[4]
Es por esto que Macario vive hambriento a toda hora. No es para menos con la poca comida que le dan y el duro trabajo que le toca realizar. El hambre lo obliga a comerse todo lo que encuentra y que no representa gasto para su madrina: Se come las flores del obelisco y de los arrayanes, la leche de la chiva y de la puerca recién parida, la leche que le sale de los bultos que tiene Felipa en las costillas cuando quiere acostarse con él, el montoncito de comida de Felipa cuando ella no quiere comer, el garbanzo remojado que le da a los puercos gordos y el maíz seco de los puercos flacos, e incluso, su propia sangre cuando los muchachos de la calle le hacen rajaduras en la cara y en las rodillas con piedras filosas.
A la anterior descripción  de la explotación a que es sometido Macario hay que agregar las condiciones en que duerme:
“Me acuesto sobre mis costales, y cuando siento alguna cucaracha caminar con sus patas rasposas sobre mi pescuezo…También hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo”.[5]
Mientras todo eso sucede, la madrina incentiva el temor de Macario con símbolos religiosos. Lo lleva a la misa de los domingos a escuchar el sermón del señor cura y le amarra las manos con su rebozo para que no haga locuras.
“Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza”.[6]
Y si se duerme y las ranas cantan, entonces la madrina se llenará de coraje y le pedirá  a alguno de la hilera de santos que tiene en su cuarto que mande a los diablos por él para llevarlo a la condenación eterna.
Además, la misma Felipa  hace otro tanto cuando tiene ganas de acostarse con él, y dice.
“…que ella le contará al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamacos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa.”[7]


[1] .-RULFO, Juan. Pedro Páramo y El llano en llamas. México: Editorial Planeta, 1989, p.109.
[2] .-Ibid, p.111.
[3] .-Ibid, p.112
[4] .-Ibid, p. 109.
[5] .-Ibid, p. 112.
[6] .-Ibid, p-111.
[7] .-Ibidem.