lunes, 30 de mayo de 2011

El canto de la camisola

a evaristo cerro
in memoriam
Pa-pú, pa-pú, pa-pú
Pa-pú, pa-pú, pa-pú
Pa-pu, pa-pu, pa-pu
Era el trébol en pugna con la Pollera. El sonido salió de la tumba con la energía de un resucitado, vagó por todo el cementerio y llegó al pueblo con las primeras luces del anochecer. Un sonido seco y opaco que el tambor de la sabana extendía hasta sus últimos confines. El ritmo varió con el ingreso de Quitaorgullo y del Polvillo y luego sólo se escuchó por largos momentos el golpeteo de la Camisola.
Con la última vuelta, los enterradores repisaron la tumba de lado a lado y dieron por terminada la tarea. Se silenciaron los porros, aunque el eco persistía en difundir los sonidos de la mortuoria. En los oídos de los parroquianos quedaría aprisionado todavía por mucho tiempo aquel golpe rítmico, baile y lamento profundo por la muerte del hombre.
Los rumores que lo acompañaron durante la larga caminata hasta el cementerio y que sirvieron para matizar el tedio del ritual se abrieron en pequeños grupos al llegar frente a la tumba, en un movimiento continuo estimulado por la curiosidad. Las voces bajaban disgregadas a la tumba, y se confundían con el olor a cal y tierra que tienen los muertos de los pueblos, hasta que se dejó oír el primer grito del enterrador mayor.
Días antes, desde su lecho de moribundo, ya el hombre había oído el llamado fúnebre:
Pock, pock, pock
Pock, pock, pock
Jaaapa, jaaapa, jaaapa
Y desde entonces no hubo nada que lo retuviera. Se fue consumiendo como cuando se exprime un fruto maduro; las carnes se le escurrieron y la piel se endureció en los meandros, sin nada que cubrir aparte de los huesos. La mirada perdió todo resquicio de vida y, a pesar de ello, no había necesidad de acercarle la oreja al pecho para sentir los vigorosos latidos de un corazón que golpeaba con unas ansias locas de vivir. De vez en cuando, una lágrima navegaba a sus anchas por las hendiduras de la cara. Fue una agonía  lenta.
Cumplidas las formalidades religiosas y apenas el grisáceo desfile tornó disperso hacia el pueblo, las figuras de los cinco enterradores se perfilaron alrededor de la tumba. Aprovisionados de palas, ron blanco y unos maderos que remataban en un mazo de diferentes dimensiones, comenzaron su labor mientras los rumores hablaban de secuestro, extorsión y brujería. A partir de entonces sólo se escucharon los quejidos y gritos rituales. Con movimientos rápidos y rítmicos, las palas vaciaron la tierra acumulada al borde de la tumba sobre la madera hueca y cuando la primera capa alcanzó el espesor suficiente para resistir el peso del hombre, éste saltó dentro de la tumba con la Camisola en la mano. La voz que invita y el porro que llama:
Bueno, muchachos, ¡vamos!
Pock, pock, pock
Un sonido opaco y uniforme. Hombre y porro, uno solo; de pronto, el golpeteo del mazo dentro de la tumba se abrió en dos y uno de ellos se tornó en grito.
Jiiiiaaaa, jaaapa, jaaapa, jaaapa
Pock, pock, pock
Pock, pock, pock,
¡Vamos, Juan Pérez,
estás en lo tuyo!
Jaaapa, jaaapa, jaaapa
Una primera pausa y adentro el segundo pilón; entonces el ritmo se hizo doble. Los sonidos guturales, los escalonados gritos y el acompasado paso de los enterradores preñaban el ambiente de lastimeros y vivarachos aires de fiesta mortuoria.
Jiiiiaaaa, jaaapa, jaaapa,  jaaapa
Pa-pock, pa-pock, pa-pock
Jiiiiaaaa
Había muerto en la madrugada y ahora, al anochecer, el paso volantón de la Pollera en pugna con el Trébol, evocaba sus amores. Hablaba del empeño del hombre por señalar un norte a una prole difícil, florecida por oleadas como campo renacido a lo largo de más de sesenta años de amores sin retorno. Los nacidos de sus ardores juveniles, ya habían pasado sus mejores días, desmejorados por una búsqueda infructuosa en sus mediocres humanidades; los frutos de sus amores de madurez, todavía tenían en remojo algunas ilusiones y aquellos capullos de otoñales renaceres amorosos esbozaban apenas  tenues sueños, sin fuerzas todavía para valerse por sí mismos. Eso contaban los porros.
En una combinación de golpes, baile y decires, porros y hombres compactaban la tierra dentro de la tumba. Al compás, todos cantaban lo mismo. La Camisola dirige. Es un porro mediano y saltarín tallado en santacruz. Avanza por el centro de la fosa y llama con su golpe a los restantes porros que bordean la orilla y la siguen, uno detrás de otro. Entonces el hombre de la Camisola, con pecho claro, inicia la zafra.
Aaay, yaaaa,
mañaana cuaando me vaaaya,
ay,
quieen se acordaraaá de mí
ay
sólo mi compañeeero,
por el agua que me bebí.
Jaaapa, jaaapa, jaaapa
Y el zafreo continúa sin tregua.
Pa-pú, pa-pú, pa-pú
Pa-pu, pa-pu, pa-pu
Ahora el canto cuenta de haberes y afectos deteriorados, de paternidades no reconocidas, de derechos esquilmados, de privilegios de ley, de ilusiones perdidas y amarguras amasadas por años y años de indiferencia.
Aay, yaaaa,
quien engaña que me engañaara
ay,
p'alijerarme de tanto aliijo
ay,
con jueces y notarios,
incompetente fui declarado
ay,
 poor mis propios hijos.
Jaaapa, jaaapa, jaaapa
Los porros, con golpes alternados y rítmicos, siguen el paso que marca la Camisola.
Pock, pock, pock
Pa-pú, pa-pú, pa-pú
Pock, pock, pock
Pa-pú, pa-pú, pa-pú
Quitaorgullo y el Polvillo combinan ahora un nuevo lamento.
Aay, yaaaa,
te acabaste cabo e veela
ay
tanto como te creeías
ay
en polvo e tierra,
terminan pretensiones y alegrías
Jaaapa, jaaapa, jaaapa

Los cuerpos convulsos, bañados en sudor, se agitan al unísono con el sube y baja de los porros dejando en cada golpe rastros de historia. A cada grito le sigue un coro de guapirreos de los enterradores, dentro y fuera de la tumba, mientras la botella de ron pasa de boca en boca. Otra capa de tierra y todo comienza de nuevo. Los sonidos de la mortuoria se difunden por la sabana, penetrando lugares y objetos, y arrastrando consigo los conjuros ligados al hombre meses antes en el santuario del indio José María.
La figura menuda que se proyecta con fuerza para acercarse al indio desvaído. Su voz en falsete:
¿Qué tan seguro es?
Los ojos del indio que cobran vida encendidos por una chispa fugaz. Su voz en la penumbra:
 Sólo el corazón puede abrigar la certidumbre. El mal es  irrecuperable.
Y de sus manos emerge un brillo que al final se hace cristo:
El cristo te protegerá. Tú lo sabrás cuando llegue el momento.
Una semana después el hombre cayó enfermo. Comenzó a quejarse de la comida que sabía a tierra, de ardores que le quemaban las tripas, de tironazos en el estómago, de la vigilancia y atosigamiento a que era sometido por parte de un extraño de piel cobriza. Finalmente, una madrugada se lo llevaron de urgencia para Cartagena de Indias; a los pocos días regresó la noticia de  un diagnóstico médico terminante: cáncer en el estómago y dos meses de vida.
Para el hombre, los dolores desaparecieron en ese sueño inyectado por mujeres de blanco. Cuando la jeringa no volvió y el dolor se convirtió en tortura, supo que se llamaba morfina. Comprendió que no regresaría, que la vida se le estaba yendo y ya no hubo tiempo más que para suplicar otra dosis. El infierno se le antojó entonces un lugar de reposo. Buscó con angustia una tabla de salvación en sus hijos y llamó una y otra vez: Celia... Nando...Toño. Pero las máscaras de esas figuras contrahechas, infames y rencorosas que danzaban a su alrededor le confirmaron que hasta entonces sólo había estado en los umbrales del infierno. Una letra que lo desconocía  firmó donde había que firmar y otra ordenó vender lo que se podía vender. Para lo demás, hubo notario a domicilio, abogados diligentes, deudas supuestas, gastos ingentes, y aún así la morfina escaseaba. Ojos en acecho, insultos, agravios y toda la virulencia almacenada durante décadas de amargura y frustraciones flotó por esos días en el aire de pesadilla de la casa de Manga, mientras las sienes del anciano palpitaban incesantemente con un ritmo premonitorio:
Pock, pock, pock

El bullicio de las fiestas novembrinas acalló los débiles lamentos y las brisas de diciembre arrastraron mar adentro sus postreras fuerzas, antes de iniciar el viaje de retorno. La sabana vibrante y exuberante de verdor que lo vio partir se había convertido en una extensión ilímite de pastizales resecos y amarillentos; cuarteada por la ausencia de las aguas, abría sus bocas para rezumar los frescos aromas de la noche. Esa noche, desde su cama, oyó a lo lejos por primera vez el canto de la Camisola.
Pock, pock, pock

****

Una tarde sofocante, mientras dormía la siesta a pierna suelta en una hamaca sanjacintera, sintió el golpetazo en la tetilla del corazón. De un salto quedó sentado y tan lúcido como si no hubiese dormido nada. Al llevar la mano al pecho descubrió que el cristo estaba partido en varios pedazos. Era una elaboración rústica de plata y estaba atado a un cordón oscuro y rucio. Cuando el indio José María lo colgó de su cuello sintió que palpitaba como si estuviera vivo. Creyó en el hechizo y por primera vez en su mediocre humanidad se sintió poseído de una fuerza superior que borró de un tajo todas sus preocupaciones. Después de la muerte del hombre, durante largos años, había conservado el cristo por costumbre, como un amuleto más. Cogió los pedazos y, casi con delicadeza, los envolvió en un plástico; metió el envoltorio en una bolsita de tela roja y se la colgó del cuello.
Al día siguiente le comunicaron la novedad desde Cartagena de Indias: Toño, su hermano menor y dueño de la casa de Manga, había enfermado de gravedad y los médicos lo remitieron de urgencia a Bogotá. Hasta allá fue para recibir el diagnóstico: cáncer en el estómago y dos meses de vida.  A partir de entonces un movimiento instintivo le hacía palpar constantemente el saquito rojo. Pasaron seis meses y el moribundo seguía ahí, aferrándose a la vida, como un despojo humano. El cáncer hacía metástasis en todo su cuerpo sin lograr domeñarlo. A poco más del año y medio del desahucio, paso a paso, todo volvió a repetirse como al principio y Geo, la mujer de Toño, cayó enferma con cáncer en el estómago. Y desde entonces, como en una película de terror, se ve a los dos cadáveres ambulantes arrastrando su miseria humana por la casa de Manga, los ojos llorosos y la mirada lánguida, perdida en una distancia inconmensurable, forzando la compasión de propios y extraños