lunes, 16 de mayo de 2011

El ensayo, ¿un género espurio?

Es fama que ha traspasado la historia de las ideas la dificultad que engendra el ensayo para encontrar su definición. Y como la fama trasciende y el reto es un acicate para el intelecto, en cada abordaje a la problemática del ensayo se esbozan planteamientos que de manera abierta o velada pretenden una aproximación al tema. Pero lo escaso de los resultados es tal vez lo que ha impulsado y difundido aquella idea según la cual la mejor característica del ensayo consiste en su dificultad para lograr una definición satisfactoria que dé cuenta de su esencia.
Este hecho, a su vez, ha generado una nueva posición: recoger las mejores definiciones que se han dado del ensayo hasta el momento y en especial las de las autoridades consagradas en el género ensayístico a partir del propio Montaigne y proceder con estos elementos a desglosar sus características. Es ésta una posición que no entraña riesgo alguno para quien la sostiene porque todo lo que se diga formalmente sobre el ensayo, apoyado en los clásicos, conlleva un aire de verdad demostrable a pesar del carácter restringido, circunscrito a la historia de las ideas, que pueda tener dicha verdad. Además, elimina la posibilidad de un nuevo acercamiento al ensayo en tanto que no arriesga una aproximación interpretativa y de hecho sigue recorriendo el mismo camino desbrozado hasta el momento, lo que no guarda relación con las nuevas y sugestivas posibilidades que desarrolla el ensayo en las letras contemporáneas.
Ahora, ¿de dónde la necesidad de encontrar una definición para el ensayo? ¿Qué puede entrañar una definición como aproximación a una realidad o como enriquecimiento conceptual a una expresión literaria? De hecho supone restricción en el aspecto teórico-conceptual aunque, según los aristotélicos, para la definición hay una doble clasificación: la nominal, para expresar lo que significa un nombre y la real, para dar cuenta de su naturaleza. Pues bien, estas notas encuentran su razón de ser en la necesidad de expresar algunas ideas sobre el tema, sin ningún tipo de pretensiones definitorias. Buscan, ante todo, señalar el contraste que presentan algunas de las tradicionales características del ensayo con sus nuevos elementos constitutivos y aquellas otras posibilidades que se gestan dentro de él o están ya en flor.
Es innegable que quienes mejor se han acercado a una caracterización del ensayo son aquellos críticos que poco o nada han dicho al respecto, en tanto que se han limitado a establecer unas generalidades que por su misma naturaleza se adecuan a todas las posibilidades que en determinado momento pueda presentar el ensayo. En este sentido, decir que el ensayo “es un intento” o que “sirve para hablar de casi todo diciéndolo casi todo”, es tan válido como asegurar que es una expresión literaria de límites imprecisos o, con palabras de Alfonso Reyes, “ese centauro de los géneros, donde hay de todo y cabe de todo”. Y no es para menos; lo resbaladizo del tema ha obligado a las más disímiles formas de acercamiento en procura de establecer unos contornos mínimos que posibiliten la continuidad en el libre juego intelectual.
Pero así como es de evidente la aplicabilidad de los conceptos genéricos en la caracterización del ensayo, lo es igualmente el desfase que se presenta cuando asumimos con ese carácter propiedades que si bien pertenecen al ensayo no son imperativos para que éste se constituya como tal. Por eso, hablar de la brevedad o la discontinuidad que pueda presentar en el desarrollo de las ideas es tan relativo como la supuesta carencia de opiniones o verdades establecidas, e inclusive la ausencia de una estructura orgánica que refleje de manera sistemática el pensamiento del escritor. Lo anterior no quiere decir que éstos no hayan sido elementos constitutivos del ensayo desde su aparición en el mundo de las letras ni que se desconozca su persistencia al punto de ser detectados en el ensayo de todas las épocas hasta el presente. Es indudable que se han dado y se seguirán dando ensayos con estas características; pero así mismo no son éstos los elementos que puedan erigirse como columnas capaces de sostener enhiesta una teoría del ensayo en tanto que no corresponden a la esencia de las múltiples formas con que el ensayo moldea su propia naturaleza para plegarse a las exigencias de la época y del mundo intelectual.
Muchos de los ensayos que recogen con mayor propiedad el pensamiento del ensayista sobre su época, sobre un tema determinado o una obra en especial, casi siempre son trabajos extensos, de gran rigor analítico que por lo mismo desarrollan el tema en profundidad y evidencian una estructuración sistemática del pensamiento que hace olvidar por completo aquella pretendida discontinuidad que se perfiló como uno de sus elementos constitutivos. Me refiero a ensayos como Hombres y engranajes de Ernesto Sábato o Cervantes o la crítica de la lectura de Carlos Fuentes en los cuales encontramos desarrollado un planteamiento teórico de manera tan profunda, extensa y cualificada que permite identificar con precisión la coherencia de su estructura y desechar de plano aquella aseveración según la cual la dispersión se constituye en una de las esencias del ensayo. Verlo de otra manera no puede ser más que un desconocimiento de la realidad o a lo sumo mirarla de manera sesgada, tomado la parte por el todo.
Quién podría asegurar que Sábato no es sistemático cuando pretende evidenciar por medio del análisis de nuestra época moderna la forma como el hombre se ha convertido paulatinamente en una pieza de un mecanismo deshumanizante, el capitalismo, hasta ser transformado en un minusválido social.
Otro tanto podría decirse de la escritura intertextualizada con que Carlos Fuentes interpola historia, religión, ciencia y literatura del Medioevo y Renacimiento para demostrar cómo Cervantes crea en El Quijote una nueva forma de leer e interpretar el mundo. Bien se podría argumentar que a estas diferenciaciones responden las ya viejas y múltiples tipologías con que algunos críticos buscan dar cuenta de este fenómeno al hablar de ensayos eruditos, del ensayo puro, de tipo filosófico, histórico o literario, para no citar sino unos cuantos, ya que el espectro se extiende a más de doce categorías, según el analista de turno. Es innegable que esto ayuda. Seguramente se han podido elaborar tipologías con alto grado de acierto en su dimensión clasificatoria. Pero no es suficiente. Y no lo es en tanto que este tipo de trabajos están circunscritos a un autor, a un país, a una región e inclusive a una época (lo que es improbable) y sus resultados no rompen los estrechos límites que le traza el ocasional investigador, convirtiéndose en un producto teóricamente raquítico e incapaz por lo pronto de penetrar de motu proprio en el campo de la teoría ensayística, a la cual debería pertenecer en el evento que sus tesis sean válidas universalmente. Pero no ha sido así. Más pareciera el ensayo un género espurio, carente de los elementos propios y auténticos que le permitan su caracterización en el mundo de las letras. Y esta pretendida bastardía es una idea que se soslaya tras aquellas generalizaciones a las que antes hacíamos referencia, puesto que por su naturaleza hibrida no aparenta ser más que una degeneración de sus orígenes y elementos primarios.
De frases hechas y clichés están repletas las definiciones sobre el ensayo: “Forma en la que se entrecruzan elementos de otras categorías literarias”; “género mixto de límites imprecisos”; “es una amalgama”; “género ambiguo que está en los límites de los otros géneros”. Pero aunque esto pudiera parecer suficiente, no lo es. Hay un aspecto todavía más preocupante: el olvido a que ha sido sometido por parte de los teóricos de las artes y las letras que a lo sumo le han dedicado notas marginales. Con las muy ilustres excepciones de Theodor Adorno en sus Notas de Literatura y de Georg Lukâcs en El alma y las formas, la teoría ensayística pesa por su ausencia y al no ser el género merecedor del rigor teórico, el análisis del mismo se encauza entonces hacia las particularidades que exhibe en un autor, las diferencias que presente en relación con otros autores de la misma época, en busca de los medidores históricos o la visión cronológica que permita rastrear una evolución en marcos geográficos correspondientes al pensamiento dominante de la época, todo referido a los patrones con que Montaigne elaboró su ensayo en el siglo XVI.
Ahora, también es cierto que esta circunstancia no descarta ni invalida este tipo de trabajo. Sólo pretendo señalar la falta de elementos teóricos sólidos que puedan dirigir la labor del crítico y le permitan rastrear con un criterio más universal las cambiantes formas que toma el ensayo para dar cuenta de una nueva realidad a través de la inserción del pensamiento del escritor dentro de las corrientes del pensamiento universal contemporáneo. Y, de igual manera, de la apropiación que hace como ensayista de los elementos teóricos-filosóficos existentes para su propia concreción y darle así vigencia a su producción crítica con criterios universales.