lunes, 2 de mayo de 2011

Filoctetes o la destrucción del individuo

Una de las grandes limitaciones que presentan las sociedades contemporáneas es la incapacidad para traducir sus deficiencias en contradicciones vitales. Esas contradicciones son las que permiten que lo individual y social  como dimensiones irreductibles en el ser humano se escindan y fusionen en una unidad dialéctica para configurar parte de lo consustancial humano. La individualidad requiere de las fortalezas colectivas y, a su vez,  lo colectivo otorga ciertas concesiones a lo individual para darle vigencia y trascendencia al ser social. ¿Cuáles son los límites de uno y otro y qué nos dice cuándo hay que imponer uno en detrimento del otro? ¿Se debe sacrificar al individuo por razones de Estado, independiente de las connotaciones éticas que ello conlleva? La dinámica de algunas sociedades modernas poco atiende a este conflicto, lo que contribuye a acelerar su negación como sociedad. Ante esta circunstancia, una alternativa consiste en actualizar los mitos de los pueblos antiguos para, sobre sus vestigios, darle vigencia en los conflictos modernos.
El tema fue tratado con gran altura intelectual y filosófica por Sófocles en Filoctetes, tragedia basada en uno de los mitos pertenecientes al ciclo de Troya.
Cuenta Ulises a Neoptólemo al comienzo de la obra de Sófocles– que en esa orilla de la aislada tierra de Lemnos, no pisada de mortales ni habitada, había dejado abandonado hace tiempo a Filoctetes porque las fieras maldiciones de  éste y sus desgarradores lamentos a causa de la llaga que le devoraba y le destilaba el pie gota a gota, no los dejaba celebrar tranquilamente ni las libaciones ni los sacrificios.
Filoctetes amigo de Hércules y heredero de sus armas– había sido mordido por la serpiente custodia del templo de la ninfa tutelar de la isla de Crisa, a donde habían arribado los guerreros griegos, en su ruta hacia Troya, en busca de provisiones. El olor nauseabundo de la llaga y las expresiones de dolor convierten al arquero en un indeseable, por lo que Ulises, con el apoyo de los demás jefes, concibe un ardid para deshacerse de él. Arriban a la isla de Lemnos, supuestamente en busca de nuevas provisiones, y mientras Ulises engaña a Filoctetes, todos regresan a escondidas a la nave dejándolo abandonado en la isla.
Diez años dura el asedio infructuoso por parte de los griegos a la ciudad de Troya. Después de la muerte de Aquiles, el adivino Heleno, capturado por Ulises, revela a los griegos los oráculos acerca de la forma en que podrían tomar la ciudad. Entre las condiciones, debían contar con la presencia entre sus guerreros, de Neoptólemo, el hijo de Aquiles y que los griegos debían combatir con el arco y las flechas de Hércules. De las condiciones exigidas sólo faltan las armas de Hércules que están en poder de Filoctetes, por lo que Ulises y Neoptólemo emprenden la expedición en busca de ellas.
Diez años de abandono y sufrimiento han convertido a Filoctetes en un rencor vivo. La herida, incurable, le ocasiona frecuentes crisis de intenso dolor. A la llegada a la isla, Ulises instruye a Neoptólemo en el nuevo engaño que ha maquinado para apoderarse de las armas. Se debe fingir enemigo de los jefes griegos, y en especial de Ulises, por haberle negado las armas de su padre, Aquiles. Y todo sucede según lo planeado. Filoctetes confía en las razones del ilustre recién llegado y en los intersticios de reflexión que le permite su terrible dolencia, le suplica que no lo deje en la situación de abandono en que ha permanecido y lo lleve a salvo a casa. Y antes de partir de su cueva hacia las naves le entrega el arco y las flechas.  
Ya con las armas en su poder, Neoptólemo le descubre a Filoctetes la necesidad de dirigirse a Troya porque “el deber y la utilidad me hacen obedecer a mis jefes”. Filoctetes lo increpa por su ‘pérfida astucia’ y reclama la devolución de las armas. La llegada de Ulises clarifica el engaño consumado. Camino a la nave, Neoptólemo recapacita, se compadece de Filoctetes y decide regresar para devolverle las armas. Ulises lo amenaza con su espada y Neoptólemo lo enfrenta. De nuevo con sus armas, Filoctetes se niega de manera rotunda a colaborar con sus enemigos. Finalmente aparece el espíritu de Hércules quien le anuncia un destino glorioso en Troya, le promete enviar a Esculapio para que le cure su dolencia, y lo convence de acompañar a Ulises y Neoptólemo.
El conflicto trágico se ha mirado con acierto desde la óptica de la limitada condición humana enfrentada a la inexorable voluntad divina, concepción propia del hombre antiguo. Ulises y Neoptólemo ofrecen las dos posiciones opuestas entre las que oscila Filoctetes, pero el arquero tendrá finalmente que someterse a su destino. La misión que cumple el espíritu de Hércules es recordarle que en Troya le espera un destino glorioso y la cura de sus males.
Otros argumentos clarifican el trance. Filoctetes no es cualquier individuo pues conserva un poder decisorio sobre el destino del pueblo griego: las armas de Hércules. Y eso hace que los griegos se vean obligados a acudir a él. Ulises actúa en representación y beneficio de lo que hoy llamaríamos el Estado griego (y de él mismo pues el triunfo sobre Troya le representará beneficios y mayor exaltación de su condición de héroe) y no le importa la destrucción de Filoctetes con tal de obtener su objetivo. La posición ética la ofrece Neoptólemo, quien no acepta el sacrificio de Filoctetes, a pesar de estar del lado de Ulises y de los griegos.
Esta posición de Neoptólemo es un claro rompimiento del esquema del destino propio de la sociedad antigua en la que el hombre —como en el caso de Filoctetes no es libre para actuar, lo que convierte a Sófocles en una especie de visionario de la capacidad decisoria sobre su destino que tendrá el individuo en la sociedad moderna. A pesar de la fuerza impositiva del Estado encarnado en Ulises, Neoptólemo no transige y se arriesga incluso a morir cuando toma las armas para enfrenarlo, en defensa de sus convicciones.  
La supervivencia del ejército griego justificaba de alguna manera la acción taimada de Ulises y, sin embargo, esa «razón de Estado» esgrimida con elocuencia por el jefe griego, que también está dispuesto a imponerla con su ímpetu bélico espada en mano, no fue suficiente para que Neoptólemo aceptara sacrificar al hombre ya vencido. Y si bien Filoctetes entendió que no tenía alternativas, tal como el espíritu de Hércules se lo hizo saber, fue la acción de Neoptólemo la que lo restableció en su condición humana, le devolvió la fuerza y la voluntad para mantener su posición de dignidad y rechazo ante el engaño y la exclusión social a que lo han sometido y, sobre todo, le dio la posibilidad de seguir esgrimiendo las armas que lo han mantenido con vida y de lo que se lamentaba ante su reciente pérdida: “¡Muerto soy, infeliz de mí! ¡Oh roca de dos puertas!, de nuevo otra vez, entraré en tu interior, inerme, sin tener de qué alimentarme, y así me consumiré en ese antro, solo, sin poder matar pájaro volador ni bestia montaraz con esas flechas; sino que yo mismo, infeliz, muriendo, proporcionaré alimento a los mismos de quienes me sustenté; me cazarán ahora aquellos a quienes antes yo cazaba”.
Hoy, la uniformidad política de ciertas sociedades no permite la existencia de Neoptólemos. Quien no está con el Estado opresor, está contra el Estado y los contradictores son asimilados al mismo renglón de quienes destruyen la sociedad. Es por esto que la dirección del Estado en manos de quienes evidencian incapacidad para traducir las contradicciones vitales de la sociedad no deja espacios para que surjan pensadores como Neoptólemo, que no permitan que los Filoctetes modernos sean avasallados. Y a quienes osan posar de tales se les persigue hasta el aniquilamiento. Sin embargo, las sociedades libres requieren de esta dinámica de contradicciones vitales para su supervivencia.