lunes, 27 de junio de 2011

Cuando el maestro y la escuela transitan por la dimensión de Sísifo

Las verdades suelen ser opresivas cuando son impuestas. Ese es el dilema y la tentación que enfrentan muchos maestros cuando la estructura de la organización educativa es demasiado limitada y no le permite desarrollar su labor en condiciones de eficiencia.
Es verdad sabida que la escuela no posee una estructura horizontal, democrática, sino autocrática y vertical, en donde el maestro está investido de un poder de facto sobre el estudiante. Es un poder formal, legítimo, cuya autoridad emana de la institucionalidad y cumple una función necesaria y fundamental en la educación formal. Ya sea directamente por la comunidad o por medio de autoridades representativas constituidas en institución– se le otorga poder formal al maestro, casi siempre por medio de nombramiento, para que proceda en nombre de la organización que representa, como escuela, en pos de alcanzar los objetivos educacionales que requiere la sociedad. Este poder, por provenir de un nivel institucional, se basa en el principio de legalidad propio del derecho positivo y como tal está revestido de una autoridad legal, esto es, de la facultad para poder imponer obediencia e influir en el comportamiento de quienes quedan bajo su tutoría con apoyo específico en la norma.  
En consecuencia, el maestro está investido de una capacidad represiva y también de recompensa inherentes a la legalidad, con las que puede, por ejemplo, imponer disciplina ya sea sobre la base de un castigo, la amenaza de tal o entregar retribuciones frente a un comportamiento específico. Es esa capacidad coercitiva lo que conlleva al acatamiento de quienes están bajo su mando. Y cuando ejecuta este tipo de acciones el maestro puede pasar de maestro cuya función es educadora en esencia– a policía o verdugo si actúa en función de vigilante o castigador. En muchos casos la diferencia puede ser muy sutil o de simple percepción.
Pero además de la imposición de la disciplina como comportamiento u observancia de las normas institucionales, el desempeño del maestro en su ejercicio pedagógico disciplinar también puede sustentarse en el poder formal y coercitivo que emana de la institucionalidad. Y en esta eventualidad su desempeño adquiere connotaciones casi siempre cuestionables. Al constituirse desde la imposición, la lección o acción académica del maestro se convierte en una verdad acabada e irrefutable y la principal función que cumple como autoridad legal, es la de limitar y contraer el espíritu. Bajo esta perspectiva la labor del maestro se vuelve avasalladora porque le niega al otro la posibilidad de crecer por cuenta propia y recrear la realidad. Como conocimiento no pasa de ser una verdad limitada, empobrecida por la carencia total de cuestionamiento propia de la obediencia debida y los mecanismos de la repetición y la fragilidad de la memoria en los que necesariamente tiene que apoyarse. No es de extrañar, pues, que para un adolescente en estas condiciones el estudio pierda sentido frente a la realidad y el conocimiento sea algo poco deseable. Sin contar con que el tiempo que al final le dedica al estudio, para medio cumplir en algo, se convierte en un verdadero martirio al tener que reducir al mínimo, por esta causa obligada, los agradables momentos de la convivencia estudiantil.
El proceso de asimilación y acomodación de que habla Piaget lo realiza el muchacho, pero no los maestros ni los directivos. Al menos no, en el mismo sentido. El chico confronta su realidad, la asimila, y elabora un comportamiento coherente con las características de esa realidad, acomodándose a ella. Su adaptación al medio escolar es plena, con una visión dinámica de la realidad. A contrario sensu, maestros y directivos tienden a ser estáticos. Asumen su conocimiento como un hecho ya cumplido. No leen, no investigan, lo que quiere decir que no necesitan de ello para desarrollar su labor en la escuela. El medio tampoco les exige porque no existe comunidad académica profesional.
Pero aparte del poder legítimo que emana de la institucionalidad y que incluye los poderes coercitivo y de recompensa, el maestro tiene otro poder más significativo de su realidad: el poder del saber, llamado por algunos teóricos ‘poder de expertos’, esto es, “la influencia que se tiene como resultado de la pericia, las habilidades especiales o el conocimiento” (Robbins, Stephen P. Comportamiento Organizacional. 8ª edición. México: Prentice Hall, 1999, p. 398). Es un poder independiente, que se reconoce sin ningún tipo de vínculo con la autoridad legal. Su acción trasciende la institucionalidad misma y es aceptado, e incluso solicitado, sobre la base del saber y la enseñanza. Cuando el maestro actúa en función de este poder orientador redireccionando el camino del estudiante, se produce un matiz diferenciador que todos los estudiantes sean niños, adolescentes o adultos– alcanzan a discernir en su esencia y que hace que mientras ese matiz se mantenga el alumno nunca alce su voz ni su mano contra el maestro que orienta su proceso de formación.
En consecuencia, tanto el poder legítimo institucional como el que emana de su saber hacen parte de la investidura del maestro y tiene que hacer gala de ambos, con discernimiento,  en el desempeño de su función educadora. Cuando maestros y directivos docentes utilizan de manera indiscriminada su autoridad legítima emanada de la institucionalidad y actúan en forma represiva física o psicológicamente–, pierden credibilidad como maestros y dan inicio a un conflicto permanente ya que por lo general el estudiante tratará de violentar con acciones desestabilizadoras la institución que lo reprime.  
A partir de ese momento será irrelevante que el maestro se considere investido de autoridad o poseedor de la verdad. Mucho más en cuanto a que su verdad no pasa de ser mezquina y parcial. La elaboración conceptual que se haga de la realidad a partir del conflicto no permitirá que vuelva a reinar la armonía entre maestro y alumno, ni en cada uno de ellos de manera independiente, pues ahora son contendientes y como tal ya han roto la posibilidad de una vivencia basada en el entendimiento y la comprensión. En lo atinente a la autoridad, es evidente que un maestro o directivo que sustente su accionar exclusivamente en su investidura legal cada vez tendrá que hacer gala de mayor poder represor con lo que crecerá en igual proporción la actitud de rechazo entre sus educandos. Así las cosas, se multiplicarán los candidatos que irán a engrosar las estadísticas de deserción escolar.
Y aunque es evidente que en los estratos bajos existen problemas graves de pobreza extrema que alejan a infantes y jóvenes de las aulas, al auscultar la realidad social de la escuela se puede demostrar sin mayor esfuerzo que una vez captados dentro del sistema educativo, tanto padres como hijos prefieren una escuela con hambre antes que la deserción. Por tanto, la verdadera causa del crecimiento de la población que de manera inexplicable es expulsada anualmente de las instituciones de educación pública se encuentra en la estructura que tiene montada el propio sistema educativo.
Cada vez que un estudiante sale del sistema escolar fracasa el sistema como tal en el cumplimiento de sus propósitos. Significa que la escuela no tiene capacidad para leer la realidad específica de su entorno y modificar la estructura anquilosada que la carcome, única posibilidad para hacer efectiva su misión.
Si la calidad de la educación que se ofrece en las instituciones públicas es de por sí limitada, con cada estudiante que sale del sistema cualquier proyección del trabajo realizado queda definitivamente trunco. Es un esfuerzo que no alcanza medianamente su objetivo pues la persona vuelve a rodar por la fuerza de sus limitaciones hacia las profundidades del abismo social como la roca de Sísifo. De esta manera la labor del maestro y de la escuela quedan equiparadas a la del mítico héroe del absurdo realizando esfuerzos que no acaban en nada.
Si como dice Camus, el suplicio de Sísifo condenado a hacer rodar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde volvía a caer al abismo por su propio peso– “es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra” (Camus, Albert. Obras Completas. Tomo II: Ensayos. “El mito de Sísifo”. México: Aguilar. Biblioteca Premios Nobel, Primera reimpresión, 1973, p.212), en el caso de la escuela la condición pasional y el suplicio mismo le corresponden a la sociedad en pleno por su indolencia en la formación del maestro y la persistencia en mantener una organización educativa con unas estructuras anómalas.
Las estadísticas son indicativas de que la anomalía persiste. La deserción y la mortalidad académica son abrumadoras. Un vistazo al abismo… la piedra… ¿Acaso el mundo de Sísifo?