lunes, 22 de agosto de 2011

De lecturas y exigencias III

    Ya se ha establecido que en cualquier evento el grado de dificultad inherente a esa realidad genera una exigencia equivalente. Ahora, la experiencia enseña que la autonomía absoluta sólo surte efecto en espíritus ya consolidados cultural o académicamente. Si bien la academia recurre en algunos casos a la lectura y al estudio impuesto, combinando esa imposición con lecturas libres, por lo general utiliza efectivas herramientas coercitivas, apoyada en los mecanismos de poder que proporciona la estructura académico-administrativa. Y aunque parezca contradictorio el mecanismo funciona. O mejor, funciona y no funciona. Y cuando funciona, la lectura deja huellas.
    ¿Qué es lo que sucede entonces? ¿Qué le otorga a esa exigencia impositiva un rasgo de validez? ¿Por qué funciona la imposición de la lectura y en qué nivel? Pues bien, esa validez relativa la proporciona el conocimiento. Ya habíamos quedado anteriormente en que el goce precisa de un conocimiento previo, pues a nadie le puede gustar algo que no conoce. Por eso, cuando la obligatoriedad deriva en conocimiento, simultáneamente se generan las condiciones para el gusto. Sin embargo, este proceder no será nunca de buen recaudo porque así se renuncia a los encuentros más caros y sugestivos para el espíritu humano, a la búsqueda propia, a la confrontación directa y requerida por la necesidad del espíritu, no mediada por la imposición.
Ahora bien, existen otras imposiciones con relación a la lectura y el estudio. En últimas es la sociedad la que nos impone el estudio. Ser ignorante no es bien visto socialmente y para la familia no representa motivo de orgullo y satisfacción una actividad comercial con el rótulo antepuesto de ‘analfabeta’, por más éxito económico que ella implique El núcleo familiar actúa, entonces, como reproductor de exigencias sociales. Sólo después vienen otras motivaciones: los anhelos personales y la liviandad que genera la carencia de compromisos económicos de toda índole. Por todos es añorada la satisfacción de una vida medio a la bartola, dedicada únicamente al estudio, plena de amistades, rumbas y vivencias de toda clase, de logros y fracasos ocasionales y cotidianos.
Pero, independientemente de esas exigencias externas, las más significativas son las que se presentan en la confrontación texto-lector. ¿Qué sucede cuando el libro no nos acepta o, caso contrario, se convierte en cómplice de nuestra apatía intelectual bajo el pretexto de un goce trivial y efímero? Si bien los textos pueden ser exigentes con sus lectores, también les cabe ser poco exigentes y hasta permisivos, en cuyo caso se excluyen a sí mismos de cualquier tipo de exigencias. En esta última eventualidad la inteligencia se adormece, los conflictos de entendimiento a nivel del pensamiento tienden a desaparecer y en su lugar aparece lo obvio, lo rutinario, lo anecdótico. En ese mar de conjunciones triviales y escapistas se asume un goce superfluo y carente de realizaciones para el individuo.