lunes, 31 de octubre de 2011

La escritura en la economía

De: Salomón Kalmanovitz[1]

La Facultad de Economía de la Universidad de Stanford reformó recientemente su currículo de pregrado: aumentó los requisitos de matemáticas e introdujo un seminario obligatorio de redacción sobre temas de política económica. “La economía de hoy –reza la sustentación- es inescapablemente matemática, pero aun así estamos convencidos de que la enseñanza de la comunicación por escrito de argumentos técnicos es una de las habilidades más valiosas que podemos transmitir”.
Donald McCloskey tiene un opúsculo que se llama igual al título de esta columna, en el que señala el poco reconocimiento que tiene la escritura en algunas facultades de los Estados Unidos. El argumento con que defienden el desinterés por la comunicación es que es más importante el contenido que la forma. ¡Equivocado!, replica McCloskey: el contenido, por bueno que sea, puede perderse parcial o incluso totalmente cuando se expone con mala sintaxis, errores ortográficos, pautas de citación improvisadas, series estadísticas y gráficos mal organizados o un estilo farragoso que aburre tanto al lector que éste opta por abandonar su lectura.
McCloskey insiste en que claridad de estilo coincide generalmente con claridad mental.  Así como la economía o la matemática son lógicas con sus propias leyes de operación, el lenguaje está basado en una lógica que en sus bases no es tan distinta a las demás. Por ello no debe ser difícil para un matemático, o aun para un economista, expresarse claramente, si tan sólo ganan conciencia de que deben apropiar la lógica del lenguaje y desarrollar un estilo para comunicarse con los demás. A más de claridad es necesario seducir al lector con buena información, ritmo, risas y desenlace interesante.
A veces me encuentro con estudiantes de Economía que vienen de la Ingeniería y de las Ciencias quienes sufren de una especie de dislexia, pues enfrentan el lenguaje escrito como enemigo, acostumbrados como lo están a acortar sus raciocinios con rudimentarios telegramas matemáticos. Les cuesta un enorme trabajo apropiar el buen uso del lenguaje y sobre todo hacerse entender por lo que no comparten su formación disciplinaria. Una vez experimentan con el uso de lógicas más verbales y especulativas, como las que se encuentran en la filosofía y en las ciencias sociales, y que entienden que pueden extrapolar su lógica matemática a la escritura, que además hacerse entender produce mucha satisfacción personal, superan el escollo y desarrollan su estilo con facilidad.
Lo más frecuente es encontrar inconciencia del estudiante que cree que no tiene nada que aportar a la disciplina y no sabe cómo se proyecta cuando escribe, lo cual tiene que ver con la escasez de experiencias con la palabra y con el ensayo que encuentran a lo largo de su carrera. Es deplorable el poco desarrollo verbal que tienen los estudiantes en la primaria y secundaria del promedio de colegios en el país y el problema no se enfrenta siquiera en la inmensa mayoría de las universidades.
Profesores los hay que no leen ni escriben. Ellos son incapaces de comunicar la necesidad de hacerlo y no exigen la escritura como forma de evaluar a sus estudiantes; califican simplemente por medio de exámenes y tests la capacidad de retener información de unos pocos textos o de su sagrada palabra en clase o sea de memorizar, repetir sin avanzar.
El ensayo es, sin embargo, la forma más desarrollada de evaluación posible: obliga a un trabajo más extenso, intenso y creativo que cualquier otra prueba, reproduce las condiciones del profesional como analista o investigador pero a un nivel mucho más complejo (teórico) del que enfrenta en su trabajo. El ensayo desarrolla además un sinnúmero de habilidades, como organizar información teórica y factual, leer eficazmente y presiona al estudiante a crear una obra coherente con la información que absorbió y organizó con la aplicación de la teoría. Pero es sobre todo una prueba de libertad que contribuye a que el estudiante se vaya tornando en adulto y necesite cada vez menos del profesor.


[1] .-El Espectador (Diario) . Santafé de Bogotá,  22 de febrero de1992, p.3A