lunes, 1 de agosto de 2011

De lecturas y exigencias I

En el ilimitado y difuso mundo de las creencias y concepciones, cuando se trata de establecer la capacidad de entretenimiento o de placer que genera la lectura, por lo general se presentan confusiones. Las más de las gentes y algunos editores en especial tienden a pensar que existe una relación directa entre entretenimiento, placer y trivialidad y la mayoría lo asume directamente sin tan siquiera considerarlo como motivo de reflexión. Esta concepción alimenta el estrecho parecer según el cual para gozar de una lectura no se requiere ningún tipo de exigencia intelectual y, antes por el contrario, la ingenuidad total sería la disposición más acertada para generar situaciones placenteras en el lector.
Los grandes escritores y pensadores pueden ser también malentendidos cuando hacen contrastaciones entre exigencias, placer y lectura, si no se distinguen y se decantan los finos matices que hilvanan su pensamiento. Borges, por ejemplo, recrea un concepto de Montaigne sobre la lectura obligatoria y la dificultad que ofrecen algunos libros para su lectura. Dice al respecto:
Sobre el libro han escrito de un modo tan brillante tantos escritores.  Yo quiero referirme a unos pocos.  Primero me referiré a Montaigne, que dedica uno de sus ensayos al libro.  En ese ensayo hay una frase memorable:  No hago nada sin alegría.  Montaigne  apunta a que el concepto de lectura obligatoria es un concepto falso.  Dice que si él encuentra un pasaje difícil en un libro, lo deja; porque ve en la lectura una forma de felicidad.
Recuerdo que hace muchos años se realizó una encuesta sobre qué es la pintura. Le preguntaron a mi hermana Norah y contestó que la pintura es el arte de dar alegría con formas y colores. Yo diría que la literatura es también una forma de alegría. Si leemos algo con dificultad, el autor ha fracasado. Por eso considero que un escritor como Joyce ha fracasado esencialmente, porque su obra requiere un esfuerzo.
Un libro no debe requerir un esfuerzo, la felicidad no debe requerir un esfuerzo. Pienso que Montaigne tiene razón.”[1]
 Estas son, sin discusión alguna, grandes verdades pero que no pueden ser tomadas de manera literal y como absolutas. Una cosa es que la gente pueda leer lo que en términos generales entra a conformar su universo conceptual y cultural y otra cosa es que todos sólo puedan entender determinadas construcciones o elaboraciones simples, para alcanzar compensación y goce en la lectura. La literatura, el estudio, la música, el trabajo y todo lo que constituye el universo cotidiano de cada ser humano son formas de alegría si se asumen como tales, realizan al individuo en sus concepciones más profundas y sus estructuras formales se corresponden con las estructuras cognitivas, culturales y emocionales de quien las crea o las enfrenta intelectualmente. El goce que deviene de cualquier actividad implica entendimiento y conocimiento previo de todos los elementos e interrelaciones o urdimbres básicas que lo configuran. En caso contrario, nunca será posible ese tipo de acercamiento.
Al establecer la interrelación entre el goce y las estructuras cognitivas, culturales y emocionales del individuo, queda también establecido que todo ser humano posee una capacidad sensible que le permite gustar los placeres a su modo; son virtuosismos extremos dentro de su universo conceptual y sensible. En su discurso sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, Kant explica cómo las sensaciones de contento o disgusto obedecen menos a la condición de las cosas externas que a la sensibilidad peculiar que posee cada hombre para ser grata o ingratamente impresionado por ella y que, por consiguiente, cada quien sólo se siente feliz en tanto satisface sus inclinaciones, su naturaleza, la sensibilidad que le capacita para disfrutar grandes placeres sin exigir aptitudes especiales.[2] No obstante, sensibilidad e inclinaciones son susceptibles de cultivarse en alto grado, lo que proporciona al individuo elementos de percepción cada vez más sofisticados. Cuando eso sucede, hay que hacer referencia a “aquella inclinación que va unida a las sublimes intuiciones del entendimiento…”.[3]
Así, y en el caso que nos ocupa, la expresión de Joyce, como la de todos los grandes creadores de la cultura y el pensamiento, corresponde, además, a una dimensión de perfeccionamiento conceptual, formal y sensible. Por tanto, para leer y recrearse con esa expresión se requiere, indiscutiblemente, un esfuerzo equivalente al de su construcción por parte de un espíritu de inclinaciones y sensibilidades muy cultivadas, así como para alcanzar un ápice de felicidad en cualquier otra actividad debemos acopiar un esfuerzo proporcional.
¿Quién cree, acaso, que las cosas fáciles y llanas nos proporcionan más felicidad que aquellas en las cuales depositamos nuestras mejores y más vitales energías? La condición humana exige confrontación permanente porque sólo de ella puede nutrirse la posibilidad de hacer efectivo el cambio y la transformación. De lo contrario, nos debatiríamos en el asfixiante marasmo de lo rutinario y lo repetitivo. Estanislao Zuleta recomienda “poner un gran signo de interrogación sobre el valor de lo fácil”, no sólo por sus consecuencias, sino también por la predilección que detentamos hacia “todo aquello que no exige de nosotros ninguna superación, ni nos pone en cuestión, ni nos obliga a desplegar nuestras posibilidades.”[4]
Joyce es exigente y Borges también lo es en grado sumo. Por eso, para seguir el curso de los meandros de la conciencia de Leopold Bloom con deleite, se precisa de ilustración previa sobre la narrativa del monólogo interior o suficiente agudeza mental en el lector, que le permita ‘intuir’, en su práctica lectora, las características estructurales de esa narrativa particular que le facilita el acceso al fluir de la conciencia del personaje. El goce estético en este caso está vedado para quien no asuma la dificultad y la exigencia que plantea la compleja estructura que plantea la mente del constructor literario.
Las dificultades y exigencias son, pues, connaturales a las creaciones humanas y deben asumirse como tales. A propósito, pero referente al teatro, decía Bertolt Brecht que desde que el mundo es mundo, su finalidad, como la de todas las otras artes, consiste en divertir a la gente. Pero que, sin embargo, hay diversiones débiles (simples) y diversiones fuertes (más complejas, más sugestivas, más contradictorias y ricas en efectos).[5]
En el caso específico de la lectura, el problema se presenta cuando los niveles de intelectualidad en cultura lectora de los receptores son bajos debido a que no se ha seguido un proceso continuo de acrecentamiento cualitativo en este campo. El nivel de conceptualización y de cultura literaria en la escuela queda restringido a la muy  elemental formación que se adquiere durante el aprendizaje de las primeras letras, circunscrito a la lectura de fabulas, de los cuentos de hadas y de unas cuantas historias que parecen construidas para niños con limitaciones cognitivas. De ahí en adelante el avance en la gradación escolar no se corresponde con una apropiación conceptual, técnica y estructural de las obras mayores de la literatura universal.
De otra parte, en el orden social, la gran producción libresca y los novelones o ‘culebrones’ televisivos no sólo tienden a satisfacer a esa inmensa masa de población de bajo perfil intelectual cuya única posibilidad de goce y satisfacción en la lectura y en el video se concentra alrededor de lo anecdótico y lo truculento, sino que se cultiva para que sea así. De esta manera la cruda realidad socio educativa conduce a que lo insustancial se imponga sobre los desarrollos conceptuales de relativa complejidad.
Y si bien esta literatura es suficiente para posibilitarle a sus usuarios factores de encuentro con ámbitos desconocidos y de recreación imaginativa dentro de su limitado universo conceptual, y es suficiente también para suscitar en sus lectores la emoción que genera la expectativa sobre lo que va a suceder con su dramatismo ramplón, permitiéndole así un escape a la angustia y a la frustración cotidiana, no podemos aceptar que el ser humano esté condenado irremisiblemente a sus limitaciones por el temor de enfrentarlo al esfuerzo que debe pagar como coste para alcanzar un grado superior de goce y felicidad.


[1] .-BORGES, Jorge Luis (1985). “El libro”. En: Borges Oral.. Madrid: Bruguera, p.12.
[2] .-KANT, Inmanuel (1978). Prolegómenos a toda metafísica del porvenir. Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. Crítica del juicio. México: Porrúa, p.133.
[3] .-Ibidem.
[4] .-ZULETA, Estanislao (1980). “Elogio de la dificultad.” En: Sobre la idealización en la vida personal y colectiva y otros ensayos. Bogotá: Procultura, p.14.
[5].-BRECHT,  Bertolt (1986). “El arte como diversión”. En: Estética y Marxismo. Tomo I. Compilación de Adolfo Sánchez Vásquez. México: Ediciones Era, p.205-206.