lunes, 18 de abril de 2011

De la viveza como cultura dominante (I)

Todas las estructuras sociales están diseñadas para reproducir la mediocridad



Sin duda, en más de una ocasión le han regalado ustedes una sonrisa festiva a esas ocurrencias como la de una señora en Barranquilla que con una barriga de trapos simuló un embarazo séptuple por varios meses o la del opita que se hizo pasar por embajador de la India para vivir a cuerpo de rey a costa del erario público y de la estulticia de unos cuantos incautos. Estos hechos son sólo dos de los más extravagantes de entre los incontables que suceden a diario en todos los ámbitos de nuestro país y que han difundido e impuesto la creencia de que vivimos en un 'país de vivos'. Los ejemplos son abundancia.
La cultura de la viveza se ha impuesto irremediablemente. Desde la más tierna edad, le vamos inculcando a nuestro hijo el ‘no dejarse’ del compañero en el preescolar y lo entrenamos para que pueda sacarle ventaja a cualquier situación. De toda la prole, el vivo es nuestro preferido. Y, ¡ay de aquél!, que por tempranos rasgos de temperamento no sea ventajoso en el juego o en las relaciones con sus propios hermanos. De inmediato lo increpamos para que no sea bobo y cuando el hecho persiste nos lamentamos a mares —la familia en coro– de la desgracia de tener un hijo que “en nada se parece a su padre”. En la escuela sucede otro tanto. Es el de éxito, elogiado por compañeros y por los mismos maestros sotto voce; a su alrededor se va configurando un halo de héroe: es quien trampea en los exámenes sin que lo pillen y maneja  variedad de facetas que oscilan entre la cándida inocencia y lo malévolo, para ensayar y aplicar según la situación. En fin, es como quien dice: ¡Toda una ficha!
Pero ya que hemos dado algunos trazos en pos de su caracterización, avancemos en claridad sobre lo que significa ser un vivo. Ante la necesidad de hacer ciertas precisiones de significado que permitan digresiones posteriores, acudimos a la ayuda de la Real Academia Española de la Lengua para establecer que además del adjetivo que designa la cualidad de quien tiene vida y su uso sustantivado, la palabra tiene también un sentido de sutil e ingenioso, lo que nos conduce a la concepción genérica del  vivo como de alguien despierto, de mente ágil, que aprende con facilidad y de paso carga semánticamente a la expresión ‘viveza’ como un acto determinado de perspicacia, agudeza e ingenio.  Hasta ahí el registro lexical académico.
Sin embargo, este uso corriente y loado por ser propio de alguien con una inteligencia despierta, ya no es tan sólo eso. La dinámica social con su acción cotidiana y continua ha generado variantes semánticas que han nutrido el habla popular hasta llegar a convertir a este personaje en un transgresor social de profesión. Y es así como éste pasa a ser alguien que destruye los fundamentos de la misma estructura social a la que pertenece, para poder imponer su ley particular hasta convertirla en costumbre.
Según esto, es quien está atento al desenvolvimiento de los acontecimientos para sacarle mejor provecho a la situación, generalmente a expensas de los demás. Su filosofía implica sacar ventaja a costa de lo que sea y eso lo lleva a la transgresión de lo establecido en todos los órdenes. En consecuencia, a la acción de viveza se le denomina en nuestro medio popularmente ‘avivatada’, que no es otra cosa que lesionar los intereses de los demás para alcanzar un beneficio personal. Así, el más ‘avivato’ o ‘avión’ de la familia es el que cultiva el afecto paterno con una cercanía melosa e interesada para quedarse con los bienes de la familia y dejar a los demás viendo un chispero o el socio que lleva doble contabilidad para lucrar más de la empresa, evadir gravámenes y compromisos comerciales o el constructor que inventa situaciones ficticias o las lleva a extremos inusuales para evadir compromisos contractuales.
Desde mediados del siglo pasado ya Alberto Lleras había advertido sobre la existencia del 'avivato' como líder social y su arrollador paso hacia el pleno dominio de la sociedad. “Los debe haber, de seguro, en otras civilizaciones. Pero entre nosotros son una inmensa, populosa institución que, curiosamente no parece molestar a nadie. ¡País de avivatos!” (Lleras, Alberto. “El avivato”). Y, en efecto, con el paso del tiempo se ha convertido en paradigma de la sociedad. Su éxito rápido y fácil es lo que lo hace admirado y reconocido socialmente. Nuestra sociedad cegatona y complaciente lo ha aceptado como un prototipo casi ideal; lo exalta por su éxito social y pretendido ingenio y lo reproduce en todos sus estamentos, al punto que para triunfar en cualquier campo de nuestra sociedad es condición sine qua non ser un vivo: políticos, abogados, comerciantes, ingenieros contratistas, gerentes, y aquí vale un larguísimo, larguísimo, etc., etc., sin excepciones conocidas.
 Así, lo que en un principio fue un simple ‘lagarto’, metiche en cuanto agasajo y evento público acaeciese, pasó de buenas a primeras, por conveniencia de quienes detentaban el ejercicio del poder, a ser gestor de beneficios en todas las esferas de una administración pública paquidérmica e inoperante, e incluso, a ejercer funciones sin tener responsabilidades para ello. Si bien el objetivo primordial del vivo es el Estado de derecho, está claro que su acción ha corrompido a toda la sociedad, condescendiente con el soborno, los subterfugios y malabares dolosos con que, de un solo impulso, salta las barreras de la burocracia, de la decencia y de la ley.
A papaya ponida, papaya partida, dice la cultura de la viveza en lenguaje también transgresor, corrosivo y burlón, que no es otra cosa que un canto de victoria para pregonar la imposición social de una forma de vida. Como necesita reconocimiento social, este tipo de expresiones lo fortalecen mientras hace ostentación de su supuesto ingenio sobre la pretendida estulticia del otro.
Aceptemos en pro de discusión y acogiéndonos a la definición académica, que en los vivos se manifiesta cierta aptitud: perspicacia o agudeza e ingenio. Sin embargo, bien puede decirse sin temor a equívocos que ésta es una cualidad corriente en todo ser inteligente. Cuando se cultiva la inteligencia y se confronta de manera permanente con otras inteligencias es natural que el espíritu alcance mayor agudeza. También es verdad que de manera natural y espontánea hay espíritus más inquietos y locuaces que otros, lo que los hace ver despiertos, curiosos y recursivos, condiciones éstas nada despreciables. No obstante, por lo general ésta es una curiosidad y una locuacidad limitadas, más bien asomos de curiosidad a flor de piel y verborrea, sin mayor cultivo de inteligencia que no resiste un análisis ni una prueba de confrontación rigurosa y que se impone simplemente porque colinda y se soslaya en terrenos de lo ilegal o hace uso de ciertos rangos de poder por medio de la palabra y acción falaz tanto en costumbres como en ley.
Ahora bien, si el vivo es un transgresor, ese esguince transgresor no lo hace —así en apariencia aparezca como ingenioso–, no lo hace, repito, con recurso a sus aptitudes sino más bien a la negación de ellas. Es precisamente por ser incapaz de superar las dificultades que le ocasiona la competencia leal que busca el esguince evasor; huye de la confrontación y del esfuerzo y se contenta con lo fácil así tenga que trampear para lograrlo. Es el deportista dopado, el marrullero que simula una falta o lesiona al rival habilidoso para allanar su camino o negocia en rútilas monedas su real desempeño o el del contrario. Es un ganador fácil, ficticio, sin méritos ni esfuerzo. Cuando los demás se someten a la norma social y a la competencia leal, él las evade. Es, en últimas, un mediocre. Él y sus seguidores —que lo exaltan porque también necesitan un medio acomodaticio para sus limitadas capacidades– disfrazan en un pretendido y falso ingenio su mediocridad. Son los mismos personajes de quien José Ingenieros dice: “Trocan su honor por una prebenda y echan llave a su dignidad por evitarse un peligro”.
Convendrán ustedes, entonces, que las acciones del vivo no son en sí un rasgo de inteligencia superior ni de capacidad sino más bien todo lo contrario: una demostración de incapacidad para competir en igualdad de condiciones, por lo que se ve impelido, para poder salir avante, a hacer trizas uno de los valores fundamentales de la convivencia humana: la confianza. Y de esta manera termina asumiendo con propiedad los atributos de su nueva condición: falaz, taimado y pícaro.
Se le ha atribuido al espíritu latino y español una especial propensión hacia la viveza. La literatura parece contribuir a esta creencia con obras maestras del siglo de oro: Lazarillo de Tormes —de autor anónimo– y, un poco más tarde, El Buscón, de Quevedo, cuyos personajes centrales son, en esencia, unos pícaros consumados. También Boccaccio en el Decamerón hace detallada relación de las manifestaciones de la viveza florentina de su época, dos siglos antes del Lazarillo, con mayor énfasis en cuestiones eróticas. Pues bien, sí, es verdad que estas obras pueden considerarse a simple vista como una exaltación del ingenio de sus personajes, con el que sacan algún provecho a las situaciones adversas. Sin embargo, una lectura más profunda permite visualizar que la viveza, como condición de vida, es propia de conglomerados humanos limitados, en los que, la mayoría de las veces, se requiere acopiar recursos poco ortodoxos para sobrevivir y, sobre todo, para hacer gala de una superioridad ilusoria entre personajes de bajo perfil humano e intelectual. Corresponden todas estas expresiones literarias a pueblos latinos en los albores del modernismo —cuando apenas salían de las limitaciones del medioevo– y son precisamente una crítica acerba al predominio de la viveza en sociedades que ya exigían estructuras más complejas para abordar a plenitud su convivencia y desarrollo.