lunes, 7 de noviembre de 2011

Sobre la vida y el amor

CARTA DE RAINER MARIA RILKE[1]

A  Friedrich  Westhoff[2]
                                                           Roma, Villa Strohl-Fern,
29 de abril de 1904

Mi querido Friedrich:

Hemos tenido noticias de ti muchas veces en este tiempo, a través de madre, y sin saber con más exactitud de ti, sentimos, sin embargo, que pasas una época difícil. Madre no te podrá ayudar nada, pues, en el fondo, nadie puede ayudar en la vida a otro; esto es lo que se vuelve a percibir siempre en todo conflicto y toda confusión: que uno está solo.
Eso no es tan malo como puede parecer a primera vista; incluso, es lo mejor en la vida que cada cual tiene en si mismo: su destino, su porvenir, toda su amplitud y su mundo. Ahora bien, es cierto que hay momentos en que es difícil estar en sí y permanecer dentro del propio yo; ocurre que precisamente en los momentos en que más sólidamente y -casi se diría- más tercamente que nunca, uno debería aferrarse a uno mismo, se liga a algo exterior, mientras un acontecimiento más importante traslada el centro propio desde uno mismo a lo extraño, a otras personas. Esto va contra la más simple ley del equilibrio, y de aquí sólo pueden resultar dificultades.
Clara y yo, querido Friedrich, nos hemos encontrado de acuerdo y nos hemos entendido precisamente en que toda comunidad sólo puede consistir en el fortalecimiento de dos soledades vecinas, pero que todo lo que se suele llamar entrega, es perjudicial a la comunidad, por su esencia: pues si una persona se abandona, ya no es nada, y si dos personas se abandonan a sí mismas para entrar una en otra, ya no hay suelo bajo ellas, y su compañía es una caída constante.
No sin grandes dolores, mi querido Friedrich, nos hemos dado cuenta de esto; hemos experimentado lo que llega a saber de un modo o de otro todo el que quiere una vida propia.
Alguna vez, cuando sea maduro y más viejo, quizá llegue a escribir un libro, un libro para jóvenes; no porque quizá crea haber sabido algo mejor que los demás. Al contrario, porque todo se me ha hecho mucho más difícil que a otros jóvenes, desde la infancia y durante toda mi juventud.
Ahí he notado y he vuelto siempre a notar que apenas hay algo más difícil que quererse. Que el trabajo es ganar el jornal de cada día, Friedrich, el jornal; Dios sabe que no hay otra palabra para ello. Y a eso se añade todavía que los jóvenes no están preparados a tan difícil amor; pues la convención ha intentado hacer algo fácil y frívolo de esta complicada y suprema relación, y le ha dado el aspecto de que todos podrían. Pero no es así. El amor es algo difícil, y es más difícil que lo demás, porque, en otros conflictos, la Naturaleza misma invita al hombre a concentrarse, a reunirse en sí mismo con todas sus fuerzas, mientras que en la crecida del amor está la incitación a disiparse completamente. Pero piensa sólo: ¿puede ser algo hermoso, entregarse no como algo entero y ordenado, sino según el azar, trozo a trozo, como viene a mano? ¿Puede tal entrega, que parece algo tan semejante a un lanzamiento y desgarramiento, ser algo bueno; puede ser dicha, gozo, progreso? No, no lo puede ser... Cuando regalas flores a alguien, las encargas antes, ¿no es verdad? Pero los jóvenes que se quieren, se arrojan uno a otro en la impaciencia y prisa de su pasión, y no observan qué defecto de mutua valoración hay en esa entrega sin despejar; sólo lo notan con asombro y desgana en el desacuerdo que brota entre ellos, de todo ese desorden. Y si al principio hay falta de unidad, luego crece la confusión con cada día; ninguno de los dos tiene ya en torno suyo nada que no esté roto, nada puro y sin corromper, y en medio del desconsuelo de una ruptura, tratan de retener la apariencia de su dicha (pues por causa de la dicha hubo de ser todo eso, sin embargo). ¡Ay! Apenas pueden ya darse cuenta de qué entienden por dicha. En su inseguridad, cada cual se vuelve más injusto contra el otro; los que querían hacerse el bien juntos, ahora chocan de modo tiránico e impaciente, y en el esfuerzo por salir de algún modo de la insostenible e insoportable situación de su enredo, cometen la mayor falta que puede ocurrir en las relaciones humanas: se ponen impacientes. Se empujan a una resolución, a llegar a una decisión que ellos creen definitiva; intentan consolidar de una vez para siempre su relación, cuyas sorprendentes alteraciones les han asustado, para que desde entonces siga siendo la misma eternamente (como dicen). Este es sólo el último error en esta larga cadena de errores que se unen el uno al otro. Ni siquiera lo muerto se deja consolidar definitivamente (pues se corrompe y cambia a su manera); ¡cuánto menos se puede tratar lo vivo decisivamente, de una vez para todas! Pues vivir es transformarse, y las relaciones humanas, que son un extracto de vida, son lo más cambiable de todo, suben y bajan de minuto en minuto; y los que viven son aquellos en cuya relación y contacto ningún momento se parece a otro; personas entre quienes nunca tiene lugar algo usado, algo que ya haya existido alguna vez, sino lo puramente nuevo, lo inesperado, lo inaudito. Hay tales relaciones, que deben de ser una dicha muy grande, casi insoportable, pero sólo pueden entablarse entre personas de gran riqueza, y de tal modo, que cada cual sea para sí, rico, ordenado y concentrado; sólo dos mundos amplios, profundos y propios pueden enlazarse. Las personas jóvenes -es evidente- no pueden obtener semejante relación, pero, si comprenden adecuadamente su vida, pueden crecer despacio hasta tal dicha y prepararse para ella. Deben, si aman, no olvidar que son principiantes, chapuceros de la vida, aprendices del amor; deben aprender el amor, y para eso (como para todo aprendizaje) hace falta paz, paciencia y concentración.
Tomar el amor en serio y padecerlo y aprenderlo como un trabajo, esto es, Friedrich, lo que les hace falta a los jóvenes. La gente también ha malentendido, como tantas otras cosas, la posición del amor en la vida: lo han hecho juego y diversión, porque creían que el juego y la diversión son más felices que el trabajo, pero no hay nada más dichoso que el trabajo; y el amor, precisamente por ser la suprema dicha, no puede ser sino trabajo. Así, pues, quien ama, debe intentar comportarse como si tuviera un gran trabajo: debe estar muy solo y entrar en sí y concentrarse y consolidarse; debe trabajar, debe llegar a ser algo.
Pues, Friedrich, créeme: cuánto más se es, más rico es todo lo que se experimenta. Y quien quiera tener en su vida un amor profundo, debe ahorrar y reunir para ello y juntar miel.
No hay que desesperar nunca, si a uno se le ha perdido algo, una persona o un gozo o una dicha: todo vuelve otra vez más espléndido. Lo que debe caer, cae;  lo que nos pertenece queda con nosotros, pues todo marcha según leyes, que son más grandes que nuestra comprensión y con las que sólo estamos aparentemente en contradicción. Se debe vivir en uno mismo y pensar en toda la vida, en todas sus millones de posibilidades, de amplitudes y de futuros, frente a los cuales no hay nada pasado ni perdido...
Pensamos mucho en ti, querido Friedrich; nuestra convicción es ésta: que en el enredo de los acontecimientos hace mucho tiempo que, por ti mismo habrías encontrado tu única salida propia, la única que te puede servir, si no tuvieras todavía encima toda la carga del año de servicio militar. Recuerdo que después de mi encerrada época de escuela militar, mi impulso de libertad y mi deformado sentido de mí mismo (que primero se tuvo que recobrar de los golpes recibidos), me quisieron llevar a errores y deseos que no son propios de mi vida, y tuve la suerte de que estaba ahí mi trabajo: en él encontré y me encuentro a diario y no busco ya otra cosa. Así hacemos los dos: así es la vida de Clara y la mía. Y tú también llegarás a ello, con toda seguridad. Ten buen ánimo: lo tienes todo por delante, y el tiempo que pasa en dificultades, nunca está perdido. Te saludamos, querido Friedrich, de todo corazón.

Rainer y Clara.


[1].- Poeta checo (1875-1926). Texto tomado de: Cartas a un joven poeta.
[2].- Hermano de la mujer de Rilke.

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